Novela por Entregas Semanales

El espanto de Bucarest

Ante el éxito que hemos tenido con los relatos del escritor Valentino, la dirección del equipo de  CNI ha acordado celebrar un contrato para la publicación por entregas semanales de una de sus novelas de ciencia ficción, "El espanto de Bucarest", que se ha convertido en uno de los productos más frescos y originales de la literatura de ciencia ficción latinoamericana. La historia trata sobre el doctor Scott, quien viaja a Rumania por los funerales de un científico amigo suyo, donde es atacado por un ser casi sobrenatural, el Monstruo del Baneasa, quien acecha el país con una serie brutal de asesinatos... Pero no caigamos en el spoiler, y dejemos llevar por las aventuras de este primer sensacional capítulo. ¡Qué lo disfruten!

El espanto de Bucarest
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Capítulo Primero

El monstruo del Baneasa

«Se estremece al paso de las cacerías y las hordas. La comedia gotea sobre los tablados de césped. ¡Y la turbación de los pobres y los débiles sobre estos estúpidos planos! En su visión esclava, Alemania se escalona hacia las lunas; los desiertos tártaros se iluminan, las antiguas revueltas bullen en el centro del Celeste Imperio, por las escalinatas y los sillones de reyes, un pequeño mundo descolorido y chato, África y Occidente, va a edificarse. Luego un ballet de mares y de noches conocidas, una química sin valor, y melodías imposibles. ¡La misma magia burguesa en todos los puntos donde nos depositará la posta! El físico más elemental sabe que ya no es posible someterse a esta atmósfera personal, bruma de remordimientos físicos, cuya comprobación misma es ya un dolor.»

–Arthur Rimbaud, Atardecer Histórico, Iluminaciones.

                                                      __

 

–Violenta, pero Libertad al fin y al cabo –se dijo Scott al arribar al aeropuerto Baneasa, al norte de Bucarest, en Rumania, valija en mano, gozoso de pisar un suelo libre de la represión comunista. «Adiós al odio hacia la Naturaleza humana», suspiró satisfecho.

Caminaba despacio, feliz, pero desorientado, leyendo los letreros de la Terminal en busca de la sala de espera. Mientras recorría aquellos pasillos, sus ojos no daban crédito a lo que veía: un edificio grandísimo, con nombres de aerolíneas desconocidas para él, «German Wings, My Air y Sky Europe», moderno y atestado de gente, muy lejano de la estrechez y el óxido en las láminas y las canaletas del techo que imaginó, burdamente, a punto de caerle en la cabeza cuando abordaba el avión de ida en Nueva York, la capital financiera del nuevo Imperio, en el aeropuerto John F. Kennedy, quizá el más visitado del mundo después del de Houston.

«Soy afortunado», pensaba, «de que hoy, puestos mis pies acá en la estación, que por cierto creía primitiva, estemos ya en el ’92, a tres años de la Caída de ese tirano socialista que respondía al nombre de Nicolae Ceausescu, y he tenido el placer de pasar el registro sin haber sido esculcado desde las uñas hasta las orejas».

Circulaba por los alerones de la edificación, husmeando en los quioscos, ansioso por ver si se daba el lujo de comprarse un recuerdo; pronto se topó con un busto del ex dictador.

«A ver, señor adusto», le dijo mentalmente a la figura en forma sarcástica. «Sus camaradas dirán de usted que fue un personaje egregio, sin igual en el mundo, un hombre que por fuerza transcendió en la idiosincrasia de los hijos de esta nación, cuyos ojos contemplaron, (con un falso deje poético) –echó una ojeada alrededor–, lustro tras lustro, su terca voluntad erigir grandiosos complejos habitacionales, además de tejer una economía colectiva militante que consiguió sacarlos de la época medieval hacia una de implacable industrialismo. Bonito, sí, muy bonito; pero yo digo que usted, sí señor, que usted poco o nada hizo por la libertad individual de su gente».

Carraspeó; se sentía observado; cogió la maleta, y en tanto andaba por los pasadizos, asombrado de ver aquella obra, que nunca creyó posible en un país ahora salido del comunismo, pues lo suponía campesino, atrasado, una clásica aldea del Tercer Mundo.

«Bueno; le reconoceré algo por la belleza de este aeropuerto; en verdad que está magnifico; no obstante, le falta mucho para que pueda compararse siquiera a uno de los más pequeños de mi país», exclamó. «Ya veremos la nueva infraestructura, mil veces mejor, que surja gracias al capital privado; sí, ya veremos. No más represión comunista, no más; su ciclo ha terminado». Y este ciclo comunitario, se dijo, había acabado cuando cesó el poderío de aquella voluntad hombruna, apagada en cuestión de minutos un día decembrino de 1989. «Ah, estos líderes y su miopía histórica contemporánea», siguió. «Miopía y sordera histórica (y en esto no se equivocaron los hombres anteriores a Lenin, eh, que dijeron que la humanidad no estaba preparada todavía para el comunismo) que hicieron que el Bloque cayera tan frágilmente, cual piezas de domino, ante los soplidos verdes de un nuevo orden mundial: la globalización. Aunque, si bien hubieron podido prever estas variables, la asfixia ideológica les hubiera impedido resistirla».

«Pasó ayer, en Babilonia, en Persia, en Grecia, en Roma, aquí mismo, y volverá a pasar mañana», volvió a reflexionar. «Acaso no pase lo mismo en mi país. ¡Dios quiera que eso nunca ocurra! Por otro lado, no ha sido el primer hombre al que las masas lanzan esfuerzo e ideal (aunque retorcidos) al mar del declive y la obsolescencia, lo que me ratifica aquel viejo, cruel e inequívoco dicho de que “nadie sabe para quién trabaja”, como bien lo comprobó él mismo el día de su ejecución. Pareciera que la gente actuara desagradecidamente, pero es que el tipo se ganó las antipatías por derecho propio».

Mas ahora, según Scott, al parecer todo había cambiado para bien (desvirtuando así la creencia de las viejas escuelas comunistas de que todo quedaría en ciénagas negras o en la anarquía) y acontecía que la vida, como siempre ocurría cuando se la reprime, empezó a surgir con muchísima más fuerza y dinamismo, poblando las calles de la ciudad con hordas de flamantes burgueses, comerciantes y otros en busca de lucro, quienes, una vez encontrado el medio, produjeron una ola privatizadora gigantesca que arrasaría con todo: gobierno, alfabeto, leyes y costumbres. Ya no se oía más acerca de granjas colectivas o fábricas del pueblo, ni se escribía en cirílico, sino de propiedades privadas, superávits, acciones bursátiles en alza, índice Dow Jones, anotadas en caracteres latinos, y todo ello surfeando paladinamente sobre las aguas del Dambovita, ese río caudaloso que vio nacer dinastías monárquicas ineptas, dictaduras comunistas burócratas, pero que ahora vivía momentos únicos llevado de la mano por una joven democracia de mercado abierto que día a día enriquecía al más astuto y desamparaba al menos favorecido.

«Violenta, pero Libertad al fin y al cabo», repitió campante. «Como corresponde al libre curso dictado por la Naturaleza».

Se imaginó a Bucarest como la había leído en los libros, enigmática, gustosa de ufanarse de ser la perla más bella del Este, amante de lagos sugestivos que encantan con su rumor la visión de los nuevos hombres, los del futuro, los hombres del capital de inversión y del e-mundo. Y Rumania le resultaba bella (esa era la palabra justa), bella eslavia latina, compuesta de dacios, eslovacos, serbios, croatas, hogar de gitanos y hunos, patria de viejas lenguas escondidas en la masa rocosa de los Cárpatos, colmada además de mujeres sublimes, como no existen otras en Europa, hombres hercúleos, y tierras que exudan fantasía, devoción y misterio, señoríos donde vagan, impunes, condes drácula que luchan a duelo mortal contra hombres-lobo en noches de luna llena, y que hechizan a todo aquel que se atreva a dar un paso por sus caminos, los que conducen, inevitablemente, sin saber uno por qué, hacia los recónditos senderos de la mágica Transilvania. Al ver esas grandes cordilleras y valles del centro rumano, ningún occidental puede evitar el hecho, aun ahora, de pronunciar los nombres de Polidori y Stoker. Así es Rumania, evocadora de hombres y nombres célebres de muertos, pero una fábrica entera de inéditos personajes de magnitud mundial.

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Y a veces sucede que, al poner pie en tierra lejana, el espíritu se intranquiliza al recordar las tradiciones y mitos de los lugares que visita, en reflejos condicionados por la enseñanza y el estudio a través de los años, tanto que casi termina por creer que en verdad existen monstruos quiméricos acechando atrás de la esquina, listos para asaltarnos a mitad de la noche. Impresiones «fofas», tétricas, inconsistentes con la realidad, inoculadas en nuestro subconsciente, que funcionan a la perfección para subordinar los sentidos y, sobretodo, la conducta. Al darse cuenta uno de ello, pronto una sonrisa aflora en los labios.

¡Vaya tonto en el que me habré convertido! ¡Cómo si pudiera existir algo así como un nosferatu, y peor aún, temer estúpidamente a lo que nunca ha existido! ¡Cómo si no bastara el horror de vivir encerrado por el comunismo!

Llegó Scott, pues, en el ’92 a Bucarest, y ni bien acababa de pensar en estas palabras, de pie en una salita del aeropuerto, donde ya esperaba inquieto la llegada de su anfitrión, cuando decidió distraerse leyendo el periódico, el Evenimentul Zilei, que cogió de un estante.

Lo abrió y, cosas de la vida, chocó con un titular de primera plana que le dejó un desagradable sabor de boca:

«EL ‘BALAUR’ ATACA DE NUEVO: OTRO ASESINATO EN EL BANEASA. El mundo de la ciencia pierde otro gran científico. –EN PÁGINAS INTERIORES, 33. –Redacción Central. Hecho acaecido a las 11:55 PM del 02/02/92. –En la madrugada de hoy –ayer por la noche–, el profesor Ion Rahova, eminente biólogo molecular, fue encontrado muerto junto a un desconocido a orillas del aeropuerto internacional Aurel Vlaicu (conocido popularmente como Baneasa). Nuestros periodistas tan sólo han podido hacerse de algunas declaraciones de testigos oculares que presenciaron el suceso mientras transitaban por el bulevar a tales horas. Nuestra Redacción transcribe sus impresiones, aunque advertimos que no podemos dar fe de la seriedad de las mismas. Esta es la crónica del evento en palabras del ciudadano Z… (Se omite el nombre por razones de seguridad):

»Hacía un frío insoportable esa medianoche; yo venía en el auto con mi pequeño Gheorghe, conduciendo el camión cargado de electrodomésticos desde uno de los mercados de Brasov, y circulaba reposadamente por la calle, cuando vi que dos hombres, embutidas las manos en sus americanas, discutían acaloradamente sepa Dios qué negocios (tampoco me importan). Pues bueno, el clima era intenso, sí, plomizo, y recuerdo haber escuchado por la radio que las autoridades habían tomado la decisión de suspender los vuelos. Íbamos ya saliendo de la zona (Gheorghe se me había acomodado en las piernas), y eché un vistazo por última vez, preguntándome en el fondo si los hombres habrían alcanzado algún acuerdo, pero no, éstos seguían igual de acalorados y necios, vociferándose al borde de la acera, junto a un auto rojo, reclamándose el uno al otro sin importarles una papa que las gentes los vieran. De presto, y ponga oído, periodista, ya que Dios sabe que no miento (Vea, mire el icono de Jesús, San José y Santa María en forma de dije colgando en mi pecho, ¡soy un cristiano ortodoxo muy devoto!), vi… (¡Se habrá visto algo semejante andar por los caminos del mundo, y créame lo que le digo! ¡Vea, vea mi horror!)… Vi una figura grotesca… un Zmeu, una bestia, ¡cosa diabólica!, correr a una velocidad insólita y brincar por arriba de sus cabezas, furiosa, emitiendo unos bufidos macabros que espantaban a todo aquel que por ahí se moviera. ¡Los hombres gritaban, señor, desesperados, agitando los brazos en la penumbra, lanzando y capeando puños, pero ahí estaban las garras, las garras sangrientas (y los alaridos, los alaridos maléficos, debió escucharlos usted, señor) que traspasaron en un santiamén el cuerpo de esos pobres desgraciados! ¡Las garras, señor periodista, las garras, las garras! ¡Ay, Dios Santísimo, protégeme del Diablo que se ha escapado de los Infiernos! […]».

Cerró el diario de inmediato: le repugnó haber visto la cruda fotografía de los hombres desgarrados encima del pavimento. ¡Por Dios! ¡Qué plaga en el mundo habrá hecho del sensacionalismo un dogma! Se sentía afectado por la noticia, más que nada por la imagen, brutal y despiadada, de los cuerpos ensangrentados y expuestos al aire libre. Un párpado empezó a temblarle, y el aciago recuerdo de la muerte, hace dos días, en circunstancias casi similares, de su amigo Emile Cerveni, ingeniero en genética del MIT, a quien fuertes lazos de amistad lo unían, paseó por su cabeza. Precisamente por esta razón de peso, se había visto obligado a abandonar el Instituto para asistir a sus funerales aquí en Rumania. ¡Y ahora esta noticia que parecía alargar esa pena! Se sintió conmocionado por lo ocurrido al señor Rahova, un completo desconocido para él, pero un ser humano digno de consideración. Volvió a sentarse en una de las butacas, contenido el aliento. Veía a la gente caminar, presurosa, arrastrando el equipaje, y ya empezaba a desesperarse, desenroscando las piernas a cada momento, cuando escuchó una voz templada dirigiéndose a él:

–Buna –dijo la voz en rumano–: ¿El doctor Scott Fraiser, del Instituto de Investigación Molecular de Illinois, supongo? –preguntó luego en perfecto inglés.

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Se sobresaltó; echó la mirada hacia el frente: era una mujer, muy bella, por cierto, velada por una mata de pelo negro, sedoso, cortado en capas grafiladas que escondían unas finas arrugas en lo alto de su carita ovalada, algo macilenta, propia de los treinta años, que le partían, además, el entrecejo por un frunce perpendicular que terminaba en una nariz afilada. Pequeños detalles de la edad que acentuaban su hermosura (aunque la dueña de estas facciones, al parecer y por el semblante serio, lo ignoraba por completo), poquitín salvaje y díscola, mezcla típica de nórdico y meridional. Asintió.

–Soy la agente Cecilia Baros –continuó, alcanzándole la mano, complaciente–, de la Gendarmería de Bucarest. He venido a recibirlo. Espero que su disgusto por la tardanza no sea muy duro conmigo.

–¿Gendarmería? O sea, ¿la policía de Bucarest? –exclamó sorprendido, conectando involuntariamente lo que leyó en el periódico con el caso de Emile, y él en el centro de alguna investigación oscura, de las que acostumbraba a ver en los documentales de televisión, con la policía secreta arrestando y mandando a la cárcel a los amigos del sospechoso.

–¡Oh, oh! –le respondió la mujer, divertida, al caer en la cuenta de la reacción del americano–. Usted me malentiende, doctor Fraiser. Vengo de parte de la Familia Cerveni. Emile y yo fuimos grandes amigos desde la infancia. Por favor, no me malentienda.

–¡Ah! No hay problema. Por un momento creí… –iba diciendo, pero un ruido polifónico muy parecido a las notas del teclado electrónico lo interrumpió.

Se oía dentro del cuerpo de Baros, que metió la mano en su chaqueta y, excusándose, sacó un teléfono móvil.

«Atunci, putem discuta, Baros?», se oyó a través de los micro parlantes, puestos en altavoz, que la agente atendió con un «Nu, Popescu», sin preocuparse de la presencia de Scott, creyendo, quizá, que éste no podría entender las palabras. Acto seguido apagó el móvil y rió amablemente:

–¿En qué hotel va usted a hospedarse, doctor Fraiser? –Le cogió las maletas y, halandolas, lo invitó a salir del aeropuerto en dirección al parqueo. Abordaron el auto, un Fiat del 58, algo que no le sorprendió a Scott, pues para nadie era un secreto que bajo los regímenes comunistas los bienes materiales de las gentes se caracterizaban por la obsolescencia y vejez casi absolutas (y nadie se explica tampoco por qué, teniendo en cuenta que la producción estatal, según sus informes quinquenales, siempre fue exorbitante. En realidad la gente lo sabía, rió para sus adentros, pues en el mero centro de la ciudad, Ceacescu había mandado a construir un palacio que apenas puesta la primera piedra había consumido mil millones de dólares). «He ahí su magnífica obra», coligió, viendo el cascarón carcomido de las puertas del auto.

–In Hanul lui Manuc –respondió el doctor, abrochándose el cinturón. Baros volvió a sonreír, por fórmula.

–¿Habla usted rumano? –exclamó, sorprendida ante sus improvisados talentos lingüísticos.

–No mucho –respondió–, pero lo suficiente para defenderme de mujeres tan bellas como usted –Baros se sonrojó.

–Oh, gracias –dijo en seco. Conducía en silencio.

–La verdad es que sólo conozco algunas frases básicas que aprendí de Emile, cuando estudiábamos juntos en América, pues éste solía entonar canticos de la Transilvania, cerveza en mano, bailando el Trilisesti a lo eslovaco en la viejas barra del Pub. ¡Ah! No tiene idea de cuánto añoro esos días… Es una lástima que el tiempo pase y que las cosas buenas se dejen atrás para siempre. ¿No es acaso duro e injusto, agente Baros?

–Sí, muy duro, pero necesario.

Viéndola de reojo, seducido ya por la elegancia de su complexión atlética, Scott no podía menos que caer subyugado al aura animal de aquella hembra para él exótica, tentado por sus olores y por su simetría salvaje, advertido, sin embargo, en el fondo, inconscientemente, de que esta misma hembra, en su interior, esperaba la llegada de un hombre superior a ella, que la dominase, que la realizara como mujer, actitudes lejanas de la psicología de Scott, un hombre demasiado racional, nacido para la ciencia. Ante los ojos de Scott, Baros poseía una personalidad inflexible, hermética, distante, pero provocadora.

Eso le agradaba, más aún, empezaba a sentirse atraído por ella.

«Quizá sea por su magnetismo animal», pensó, deslumbrado.

Baros le gustaba y, olvidándose por completo de sus prejuicios políticos, otra vez se dejaba envolver por aquella sensación instintiva que en los últimos años había estado acechándole día y noche. ¿Sería la típica crisis de los treinta? A lo mejor. Lo que sí era cierto es que sentía, por todo el cuerpo, las ganas de decirle a Baros que ella era muy bonita.

Ambos rondaban la medianía de edad y se encontraban en pleno vigor físico. Scott era soltero, y de un tiempo acá había caído en la cuenta de que todas las mujeres le parecían bellas; aun a la menos agraciada, Scott siempre supo encontrarle el lado bueno. Quizá la redondez de una cadera, la protuberancia de un pecho generoso, o unos labios carnosos, tal vez una ceja medio arqueada, incluso unos dientes rectilíneos. En otras unos pies bonitos, y ya de pérdidas, la personalidad. Y con esta disposición de cuerpo y mente se encontraba siempre en una eterna confusión emocional, por no añadir que lo espoleaba una desmedida urgencia carnal.

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Baros, por su parte, aunque por la mirada de Scott no ignoraba sus intenciones, solía cohibirse prudentemente. Así veía en Scott a un personaje común –a pesar de ser extranjero y un objeto nuevo para ella–, sin un ápice de genialidad o emoción, y al alcanzar a verlo, sentado allí en su Fiat, ni siquiera se le cruzaba por la mente mantener una relación con él, al contrario de Scott, que vislumbraba una gran oportunidad de sentar cabeza, o de al menos sostener un idilio. Y como a Baros no le interesaba aquel hombre, dedujo que lo más sensato sería tratarlo a distancia, ya que quizá ni siquiera volvería a verlo después de los funerales de Emile. Eso era lo lógico. Además, nada en él le inspiraba a soñar, y hasta le parecía que no tenía sangre en las venas, dada la blancura de su piel y el lento andar, por no mencionar que carecía por completo de una estructura física membruda. Era un caso perdido. No obstante, podía distinguir en los ojos de Scott cierto ataque visual, insinuaciones, pero no, no era su tipo de hombre. Volvió a su semblante serio.

Scott no pudo captar esto desde el principio, aunque sabía que estaba consciente de su debilidad física, pero a diferencia de Baros, las ganas de poseer aquella hembra lo incitaban a llamar su atención por cualquier medio posible. En tanto ésta ni siquiera tenía idea de los pensamientos de Scott, que le importaban muy poco; de ahí que siempre ofreciera ese semblante tan circunspecto, a veces exasperantemente sereno, que, no obstante y si otro hombre hubiera sido, la habría condenado a reconstruirlo día a día en sus adentros, en una tarea perpetua por frenar el avance del fuego avasallador del celo que la sometía.

–¿Puedo preguntarle algo? –tanteó Scott–, ¿por qué murió asesinado Emile?

Baros, inquieta, halló apresurada la pregunta, comprometedora, pero no quiso ser descortés.

–Bueno… –titubeó–. ¿Cómo le digo? ¿Por qué no tratamos esto más adelante?

–Sé que la pregunta es incomoda –dijo Scott–, pero yo estimaba mucho a Emile; era como mi hermano, y no me puedo creer todavía que siendo él un científico, alguien que no guardaba ninguna postura política, casi un desclasado además, y dedicado exclusivamente a sus trabajos de laboratorio, haya sido asesinado con tanta saña. Simplemente se me hace inconcebible pensar en que está muerto. ¿Por qué alguien tendría motivos para matarlo? A menos que… –exclamó Scott anonadado–. ¿Por robarle, a él, que no tenía siquiera un centavo en la bolsa?

Baros seguía muda. Scott calló.

–¿Hay siquiera indicios de quién pudo haber cometido esta atrocidad? –preguntó luego titubeante.

–Ninguno –contestó Baros, ceñuda.

–¿Ninguno?

Baros seguía conduciendo en silencio. Pasados unos minutos, el auto recorría ya la famosa avenida Kiseleff, bajo la sombra de las arboledas.

–Le juro que daré con el autor de este crimen –exclamó de repente Baros, rompiendo el hielo, segura de sí misma, con las manos en el timón–; usted será el primero en saberlo, doctor Fraiser. Y no se hable más del asunto. ¡Vea! –y le señaló un monumento parecido al que erigió Napoleón en Francia–: Es el Arco del Triunfo, aunque algo más pequeño. Se parece al de París, ¿verdad?

–Sí, sí, es idéntico –consintió el doctor, hechizado por la entereza de Baros.

–En los años treinta nos solían llamar el Pequeño París del Este.

–Por supuesto… Y eso me da cuenta del rico acervo cultural rumano.

–Aunque las costumbres del pueblo son mucho más ricas. Ya las verá usted con el tiempo. Le aseguro que le encantarán.

–Pues yo creo que ya me encanta todo de Rumania –le respondió Scott, buscando sus ojos, sonriendo, tratando de parecer agradable.

–Sin embargo, debo prevenirlo, doctor Fraiser –añadió Baros–. Usted sabrá que estamos pasando por una extraordinaria crisis de personalidad nacional, es decir, muchas cosas están cambiando rápidamente en pocos años, muchas cosas –dijo espiando el panorama a través de la ventanilla.

Y no mentía. No habían pasado dos años siquiera desde la caída comunista, un hecho que, en afán de la ciencia, jamás podría pasar desapercibido para ningún científico que se precie de serlo, pues ¿cómo ignorar un hecho que no se había dado desde los albores de la humanidad, en los tiempos en que todos los miembros de un Estado, organización, tribu, o clan, trabajaban en conjunto para el bienestar del ente comunal, un organismo social único, antes que para ellos mismos como individuos? Finalmente algo digno de estudio.

¡El comunismo, que le tocó vivir en su primera juventud, había sido un experimento social sin parangón, semejante a las mentes que se esforzaron por crearlo! Ahora, en pocos años, este proceso comunal se veía revertido por el capitalismo, que lo apabullaba y desmembraba pedazo a pedazo, creando nuevos hombres, del tipo Bernard Maddoff o Bill Gates, u Omar Hayssam en el caso rumano, poseedores de fortunas más allá de los 10,000 mil millones de dólares (groseras y monstruosas cantidades de recursos concentradas en manos de un sólo hombre, absurdo financiero, pensarán los hombres del futuro lejano, que avergonzó a las mejores mentes científicas del planeta pero que a los restantes cinco mil millones y medio de seres humanos, que debieron vivir con menos de un 1 dólar al día, no sólo avergonzó sino que martirizó al sumergirlos en un mundo de violencia y muerte), y que ayudaron a revolucionar el pensamiento rumano, sumido tras varias generaciones en un régimen comunitario después de la Segunda Guerra Mundial, circunstancia que ahora lo hacía enfrentarse a una verdadera crisis de identidad económica y social, manifestada en el siguiente axioma existencialista para el sujeto común: «Si esta cosa antes no era ni mía ni tuya, sino de nosotros, pero que ahora, después del cambio, debe ser de alguien (porque los nuevos tiempos exigen tener, ya sea objetos, voluntades o conciencias, o lo que sea, ¡pero debo tener!) entonces ¿qué debo hacer ante semejante dilema? Antes que nada debo velar por mi supervivencia (¿no es acaso lógico), y para ello necesito recursos. Así que la tomaré para mí (arrebatándola a otro; total, no es de nadie), apropiándome de ella, y la explotaré, y llegaré a ser un gigante poderoso, si es que puedo, si es que me dejan. ¿Y si no puedo, y si no me dejan? Entonces utilizaré la fuerza. ¿Y si ésta no funciona, si me aplacan? Entonces me vendo, venderé mi fuerza, y así obtendré recursos, y con ellos, una vez acumulados, habré incrementado mi poder a tal grado que seré el gigante que me he creído, un ser único separado de la masa uniforme, capaz de hacer lo que quiera y cuando quiera; seré finalmente un ser humano, pero no uno común y corriente, sino el mejor, uno reverenciado».

Así lo veían las viejas guardias comunistas; por doquier podían escucharse, con su típica mescolanza ideológica, en boca de jubilados e intelectuales de cafetín, razonamientos de esta ralea: «Los capitalistas creen que al menos hay una esperanza con su sistema, pero obvian la coyuntura de que, si bien la prosperidad económica individual parece factible, a la sombra, en el fondo es ilusoria, sólo asequible para el más astuto, para el más listo, para el más fuerte, para el inteligente que, quitando a uno y al otro, pueda volverse capaz de comprar en rebajas esa fuerza, la que, en un pacto leonino, pagará desigualmente con míseros centavos, para gozar de ganancias (esa diferencia entre mi inteligencia y la tuya), mi derecho por ser más brillante que tú, y creado para ello la Ley que la justifica – tómense para el caso las seudo-leyes esclavizadoras pensadas por los no menos sesudos filósofos, jurisconsultos y científicos sociales de la actualidad y del pasado, Ptah-hotep, Manú, Confucio, Platón, Cicerón, Tomás de Aquino, Smith, Charles Darwin, Newman, entre muchos otros–, y que es tu fuerza enriqueciéndome, y que el tonto que ahora me la vende por una nada obligatoriamente tiene que aceptarla sin remilgos, y a menos que ese tonto se vuelva tan listo y fuerte como yo, cosa que jamás logrará, porque no entiende el proceso real detrás del capital, ni de la vida, donde existe una ley de compensación (de la que estoy exento, por supuesto) que dice que entre más tenga yo menos tendrás tú –¿una prueba palpable?: la existencia de miles de millones de seres hundidos en la miseria–, seguiré siendo uno de los poquísimos magnates que prevalece para dominar, no por vanidad, sino por un poder que me sustente, a innumerables y miserables pueblos».

Y agregaban remilgándose en las sillas: «De esto se trata esencialmente el cambio: de llegar a ser el más fuerte, el más inteligente, el número uno, el ser que debe dictar las leyes que los demás deberán acatar. Así, no es anormal ver en sus libros de texto ponencias como ésta: ‘El capitalismo nace en forma natural en el Universo, y está en conformidad con sus leyes, pues genera competencia, principal motor de la Evolución entre los seres humanos, lo que redunda en una beneficiosa lucha por la conservación de la vida, tan saludable para avivar el ingenio’. Y todavía exclaman: ‘¿No lo justifica para ello la Ciencia actual dominada por el pensamiento de Darwin?’ De risa. Una lucha eterna entre lo mío y lo tuyo, entre mi poder y tu fuercecita, entre mi inteligencia y tu idiotez. En una palabra: Animalidad. ¿Y las víctimas resultantes de esta implacable teoría científica? Muy bien, gracias. ‘¿Y no pasa lo mismo en el Universo entero pues, donde segundo a segundo miles de millones de átomos se sacrifican para la formación de otros?’, tienen el descaro de decir; y luego: ‘No tengo la culpa de que la Naturaleza me haya creado así, ¿acaso no me reprende cuando trato de hacer lo opuesto a lo que Ella me dicta? ¿No pierdo con ello mis ganancias, mis propiedades, mi alma? ¿No es ésta una justificación válida? Algunos han nacido para mandar y otros para obedecer. ¿Una analogía clásica, justificada por los grandes filósofos, desde Aristóteles hasta Herbert Spencer?: El cuerpo humano: ¿No cumplen las células del corazón una función diferente a las del cerebro, y las del hígado a las de los testículos?, ¿no debería suceder lo mismo en las sociedades? Más clara no puede ser el agua: unos individuos han sido creados para ser obreros, y otros empresarios, millonarios, como yo. La Naturaleza es dura, implacable, y nosotros no podemos cambiarla, debemos acatarla y convertirnos en lo que Ella manda.’ Entonces les pregunto: ‘¿No podemos realmente?’ No. ‘¿Podrías imaginarte un mundo donde todos gozaran de ganancias iguales, donde las células del cerebro y del hígado se juntaran en un sólo órgano? Imposible. Sería un desastre. Sí, y la Ciencia lo comprueba.’ ¿La ciencia? Será acaso la ciencia de tu conveniencia: la ciencia animal, la prehumana. ¿Ciencia prehumana? Sí, ¡hombre!, la ciencia que todavía es incapaz de comprender (sí lo comprende pero se hace la sorda) que el ser humano ha trascendido, esa misma ciencia que ha descubierto las formas de explicar las leyes de la vida y del Universo, que sabe cómo funcionan la Naturaleza y sus componentes, y que sabe que ese mundo animal regido por la inequidad, la injusticia y la depredación puede cambiarse por uno humano, trascendente, igualitario, esa misma ciencia, digo, que sabe que ya no soy un simple animal que mata para vivir sino que vive para pensar y que se avergüenza de ver a su prójimo en la miseria, esa misma ciencia, grito, es la que le niega al Mundo el verdadero paso del cambio a uno mejor, libre de desigualdades, el paso de la animalidad a la humanidad. ‘¿Y quién dice que has trascendido? Tu ciclo existencial no se diferencia del animal. Naces, comes, duermes, te desarrollas, matas a otros seres para vivir (en un juego maquiavélico), te reproduces y mueres.’, me rebatirían. ¡Pues no! Soy un humano que he trascendido, si no, ¿cómo es que puedo pensar en cosas más elevadas que mi propia naturaleza salvaje, creando nuevas formas de pensamiento, creyendo en que los hombres podemos trabajar en conjunto, brazo a brazo, por alcanzar la felicidad y el bienestar comunal, libre de egoísmo y deslealtad? ¿Cómo es que puedo compadecerme del prójimo? He trascendido. Tengo pensamientos más nobles que el de un animal. Creo en la buena voluntad de los hombres, en la solidaridad, en que todos debemos ser iguales y libres, cosa que no sucede en la mente animal, por ejemplo. ‘¡Otro idealista del montón!’. Sí, claro, del montón, de ese montón que suma millones, de esos que empiezan clamando por las buenas el fin de este absurdo sistema animal, pero que después se ven inevitablemente empujados a matar por necesidad, por la imperiosa necesidad de sobrevivir luchando por las migajas que caen desde arriba de la mesa. ¿No me crees? Abre tus ojos, imbécil, heme aquí desnutrido, doblegado por la enfermedad, la violencia y la muerte en las tierras de África, Asia, América Latina, y el resto del mundo. ¿Te ofendes…? Más me ofendo yo que estoy siendo comido por mi propio cuerpo. Pero no escucharás, te justificarás cínicamente diciéndome: ‘Hay algo de cierto en lo que dices, pero ¿tengo el poder de cambiar las cosas?… No, no puedo… pues no se trata de que yo pueda cambiarlas simplemente porque yo lo quiera, no; la Naturaleza me supera, y no debo quebrantarla, porque entonces pagaría con mi vida. Lo siento; no puedo hacer nada; tampoco tengo el valor de un Sea Shepperd, que cuida de las ballenas de los océanos; soy un hombre común y corriente que sabe que todo tiene su orden, su jerarquía, su propósito… No debo ni debes engañarte a ti mismo; vive y deja vivir; esa es la Ley. Y no te engañes como lo hicieron ésos de más allá del muro, que creyendo en la unión de los hombres erigieron uno, pero que fracasó, cayendo, evidencia más que contundente que nos muestra lo errados que estaban, pues tras ese maldito bloque sólo existía una fabrica que transformaba seres humanos en robots, seres que debían dejar a un lado su individualidad a favor de la totalidad, un lugar oscuro donde no existía la Libertad, sólo represión. Más ahora, con la caída y el cambio, puedo gritar a todo pulmón que este cuerpo, y su fuerza, es mío, y puedo hacer con él lo que se me antoje, incluso matarme, o mejor aún, dominar a los otros. Y tú no puedes cambiar eso, ni a la Naturaleza.’ Tienes razón, pero hazme un favor, ¿quieres? Grita por mí: ‘Soy el necio más grande que la Evolución jamás haya podido crear.’».

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Ese era el mundo confuso y violento que ahora Baros encaraba y que no entendía, un mundo incipiente, inseguro, que emergía en una feroz vorágine del comunismo. ¿A quién no le parecería injusto, mórbido, hipócrita, lleno de una implacable competencia? Por las condiciones que Rumania atravesaba, a muchos… Y Baros no lo soportaba, quería huir de él, pero le era imposible. ¿Y cómo hacerlo? El mundo entero era así. Surgía entonces la siguiente pregunta acerca de la formación de su personalidad: ¿Sería esto el origen de su gravedad, de su indiferencia, de su precavido silencio, o habría sido esto quizá producto de un trauma de la infancia, algo así como un estado patológico sufrido por haber nacido mujer, creyendo que la vida le debía una compensación, pues habiendo sido perjudicada por la Naturaleza, asumía, en su subconsciente, una envidia natural por el pene del hombre? ¡Quién para saberlo! Lo cierto es que Baros ignoraba a Scott como macho, y éste podía captar esa apatía, que lo impulsaba a acercársele todavía más, en sutiles pero fijas miradas.

Llegaron al hotel. Lo acompañó hasta el lobby. Verificaron la reservación. Todo listo. Baros se despidió de Scott, dejándole una tarjeta.

–Vendré por usted mañana, doctor Fraiser –le dijo antes irse–. Espero que disfrute de nuestro país.

–Gracias –le contestó Scott con los ojos brillantes, embrujado–. Puedo invitarle un café ahora mismo, si gusta, agente. Baros meneó la cabeza.

–No; gracias. Es usted muy amable, doctor Fraiser.

–Llámeme Scott, por favor, Baros –le suplicó.

–¿Scott? –le respondió ella, casi indiferente, sacudida por el atrevimiento de haberla tuteado–. Está bien –y arrancó acelerando el auto a fondo en el cuarto cambio.

Fue un escape brusco. Scott suspiró. «Sí, ella es la que me conviene», pensó, animado.

Volvió a la habitación. Era acogedora. El periódico vespertino estaba doblado sobre la mesita de noche. Lo tomó. Se recostó en la cama, tranquilo, satisfecho de saber que el Destino (¿el Destino? Ja, ja… ¡Qué sandez! ¡Yo, un bioquímico, pensando en estas cosas tan sensibleras!) lo había mandado a Rumania con algún propósito (y no tan sólo con la dolorosa tarea de venir al funeral de su amigo Emile, quien, analizándolo bien, jugaba ahora un importante papel), ¡el de conocer al amor de su vida!

Retozaba de sueños en su cabeza rubia y, dejando por un instante la figura de Baros, echó un vistazo al periódico: otra vez aparecía ante sus ojos la amarga noticia: dos hombres asesinados en el Baneasa. ¡Qué horror! ¡Cómo era posible que alguna gente pudiera llegar a tales extremos de maldad! ¿Había acaso una explicación biológica que pudiera aclarar tales perturbaciones en la psiquis de un hombre? Claro que sí. Somos todos un compuesto de secreciones bioquímicas. ¿Pero qué circunstancias o condiciones podrían ocasionar tales perturbaciones? ¿Una alza repentina de testosterona, dopamina, oxiticina,adrenalina…? Es sabido que éstas al sucumbir a las presiones ya sea del clima, ya del stress, en fin, del entorno, son capaces de crear reacciones impredecibles… Scott seguía pensando en estas cosas, recostado en la cabecera, enlazándolas con su cúmulo de datos obtenido a través de sus investigaciones en el Instituto Molecular, en donde, claro está, utilizaba, en vez de seres humanos y conejillos de india, pequeños robots con inteligencia artificial. Incluso se volvió un experto en este último campo, que logró unir con el de la genética, lo que le valió el honor de pertenecer a esa generación X de grandes genetistas e ingenieros en robótica de los años 90. Al tener aquellas fotografías sangrientas en la mano, entendía más o menos el proceso de la conducta criminal, aunque, aun sabiéndolo perfectamente, no le daba mucha importancia a una de sus variables más decisivas: la influencia de la economía en el sistema biológico humano; es decir, el por qué, el cómo y con qué fin emprende el hombre la creación de medios para la captación y transformación de recursos con que logrará su sustento, y cuáles son sus impactos en la psiquis durante el proceso. En palabras simples: ¿De qué modo afecta el hambre al cuerpo del ser humano y qué procesos bioquímicos surgen antes, durante y después de la inanición y qué cosas le incita a hacer para evitar que ésta se produzca? O sea, ¿produce el hambre stress y se vería un hombre desesperado a hacer lo que sea para contrarrestarla? Scott parecía no darle importancia a esta variable, porque jamás se había visto enfrentado a una situación como ésa, y gustaba de irse por otros razonamientos más complicados y menos efectivos.

Razonaba, tranquilo, enhebrando un escenario demasiado académico para ser creído, incluso si éste hubiera tenido una aplicación práctica en la realidad. Pero eso no lo amilanaba; no. ¿Cuántas veces no se rieron de él muchos de sus colegas cuando teorizó, utilizando algoritmos en un programa computacional, acerca del «Juego del Prisionero», donde describía el comportamiento de las células? Y sin embargo sus predicciones fueron ciertas al comprobarlas bajo el lente del microscopio electrónico. Darwin había dado en el clavo desde el principio. Mata, y vivirás. Un ruidillo empezó a vibrarle en el tímpano.

Lo ignoró, ya que, después de todo, Bucarest vivía en estos momentos muchos cambios de infraestructura, y por doquier podían verse, estacionadas como reinas de la calle, gigantescas grúas, o se podía escuchar el rugido de los taladros neumáticos romper con fuerza las capas del pavimento. El sonido, a metros de la ventana, se le antojaba la acción de un rotor, que parecía acercarse cada vez más. Se levantó del camastro y puso el periódico en la mesita, dispuesto a aislar el chirrido cerrando los ventanales. Luego escuchó algo no muy común, como el crujido de ramas resquebrajándose en los matorrales de enfrente, bajo el balcón. Cogió uno de los llamadores del ventanal cuando, como sacada de una escena que en el pasado siglo XX hubiera sido catalogada como tremendista, sendos fragmentos de bloque demolido le estallaban frente a la nariz, ¡crash!, reventando la pared en añicos, inundando de polvo la habitación. Scott contuvo el aliento, desorientado, turbada la vista, abriendo mucho los ojos, petrificado, y veía, estupefacto, el blandir de unas garras en las brazos de una figura monstruosa que flotaba en el aire.

Dio, quedito, unos pasitos hacia atrás, pasmado, ya enajenado por la visión, tratando de huir de aquella figura que empezaba a acecharlo. Mudo, tropezó con una silla y cayó de espaldas al suelo. La figura se posó justo enfrente de él, alzando las manos como en el vuelo de un murciélago, con las garras brillando por la luz que se filtraba por el gran agujero.

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–¡Oh, Dios! –gritó, desvaneciéndose–. ¿Qué es lo que quiere de mí? –le preguntó, aterrado.

El ser anómalo se le abalanzó, pero entonces sucedió lo impensable dentro de lo increíble; en el preciso instante en que el espectro horrendo se arrojaba con vehemencia en dirección a Scott, repentinamente, fue expelido por otra figura igual de horrorosa que dio con él contra el piso. Traquidos y golpes hicieron temblar la habitación, y pronto en la puerta se escucharon puñetazos y puntas de pies que luchaban por derribarla. Un furioso ventarrón inundó la pieza, desordenándola toda, empujando a Scott, que se sujetó de una pata de la cama, y el primer ¿ente?, no sabría cómo definirlo, se elevó a un metro del piso y salió proyectado del cuarto, por el agujero, seguido por la otra entidad, que se perdió a saltos por los matorrales. Entonces cayó la puerta. Dos hombres, bien vestidos, entraron empuñando sus armas, encontrando a Scott tendido en el suelo, llorando, hecho un manojo de nervios.

–¡Agentes de la Interpol, agentes de la Interpol! –gritaron. Uno de ellos auxilió al doctor, que tenía la lengua pegada en el cielo de la boca.

–¡Señor, señor!, ¿se encuentra usted bien? –le dijo el otro–. ¿Qué fue lo que ocurrió?

Éste estaba en estado de shock, incapaz de comprender lo ocurrido, con los ojos perdidos en el boquete, congelado por el ataque de pánico.

Finalmente Rumania le había dado la bienvenida.

El espanto de Bucarest
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