Lunes de literatura: Hoy, el cuento del escritor Valentino

"Los tres niños de Santa Clarita"

Hoy publicamos el cuento de guerra "Los Tres Niños de Santa Clarita", del escritor Valentino. En este cuento asistimos a nuestro propio escenario de la guerra, entre la indiferencia real y la solidaridad ficticia, en un conflicto de terror diario generado por variables ajenas en las que los afganos ordinarios no tenían cuenta alguna que rendir y en la que fueron atacados sin razón con el pretexto de la búsqueda del terrorista saudita Osama bin Laden. Esperemos que disfruten de este cuento, cuyo final es impredecible.
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Los tres niños de Santa Clarita


“Siempre ve con la verdad por delante; así no tendrás que recordar lo que has dicho”,

Anónimo


 

Las mañanas eran sumamente frías en las colinas de Afganistán. Al sargento de infantería de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, Robert Sánchez-Welles, le agradaban porque le recordaban las heladas mañanas de Texas cuando conducía el carro de segunda que su papá le había regalado para ir a la escuela.

Sin entenderlo a conciencia, apreciaba la perfección artística que la Naturaleza por sí sola le ofrendaba, un esplendente sol que dibujaba unas suaves formas geométricas que cuadriculaban el estrecho Valle de Salang, asentado a los pies de las colinas que, a pesar de haber sido transformadas en trincheras por los talibanes y su propio ejército, no perdían ni un ápice de su hermosura. Bajo aquella visión exótica, en su mente una sola frase cabalgaba:

“La venganza por la tragedia del 9/11.

"Esos malditos cerdos enturbantados tendrán que pagar. Ojo por ojo, diente por diente. Está escrito en la Biblia.”

De pronto, el aspaviento de la explosión de un poderoso proyectil en una colina cercana lo hizo volver a la realidad. Eran el talibán que arremetía con fuerza contra los invasores venidos del otro lado del océano.

“¡Mierda!”, se dijo tirándose al suelo. “¡Perros infieles!”, les gritó Robert, levantando el arma, dejándoles caer sendas ráfagas de su fusil; sin que él lo advirtiera, había adoptado el tono de voz de sus odiados enemigos. “Jesucristo es el salvador del Mundo, aunque les duela, hijos de la gran puta! ¡Ganaremos!”, acabó espetando, esta vez con incontenible furia.

“¡Sargento, sargento”, escuchó una voz al otro lado de la colina. “¡Smith ha caído, repito, Smith ha caído. Un cohete le arrancó la cabeza!”

Robert, ramplando, corrió por la cima de la colina, saltó una quebrada, y pronto llegó hacia la voz que lo llamaba.

“¿Situación, Dark?”, preguntó.

“Smith, muerto”, le contestó el soldado.

“Llévame”, le dijo, alzándose de vez en cuando para repeler el ataque.

Efectivamente, a Smith le había estallado el misil en la cara.

“Esto es lo que haremos”, dijo Robert. “Bajaremos por aquella colina, rodearemos el norte del Valle de Salang, alcanzaremos su base de operaciones y la destruiremos”.

“¿Pero cómo?”, preguntó un confundido Dark. “Llevamos días atrapados en estos oteros, incapaces de avanzar un tan solo milímetro”.

“Ya lo verás”, dijo Robert.

Pronto mandó a llamar a su tropa, un cuerpo mixto de estadounidenses, canadienses, británicos y algunos soldados afganos del ejército de la Alianza del Norte provenientes de las tribus tayikas, uzbecas y turcomanas que buscaban la caída del emirato islamista.

Enseguida solicitó la radio e hizo llamada al Mando de Operaciones Especiales y les explicó lo terrible de su posición, el cada vez mayor atrevimiento del enemigo, pero sobretodo hizo hincapié en una idea suya que venía cavilando desde hace mucho tiempo y que sin dudarlo cambiaría el rumbo de la misión.

“Papá Noel, se acerca la navidad”, dijo en tono de clave. “Los renos, repito, los renos se han saltado la barda con Rudolph a la cabeza. Estos son los regalos para los niños”.

Le echó una mirada a su ayudante Dark. Continuó con la radio:

“Para fortuna nuestra, comandante, no sólo entiendo cómo contenerlos, sino también cómo meterlos al redil de nuevo”.

Un silencio sospechoso se apoderó de la línea.

“Prepárese para las doce en punto...”, le dijeron sin remilgos por la radio. “Santa llegará con los caramelos”.

“Entendido”, dijo Roberto y apagó el aparato.

Casi aliviado, y armándose de coraje, dio la orden de retirada a la tropa haciendo círculos con la mano:

“¡Verdes, vamos, adelante! ¡Síganme! ¡Corran, corran!”

Robert y su tropa caminaron quizá una hora bajo el imponente sol tayiko, bajaron a los pies de las colinas, al tiempo que en los cielos se aparecía una flotilla de aviones que comenzó a bombardear las posiciones islamistas, quienes no cesaron en la lucha y respondieron con una lanzadera macedonia de cohetes anti-aéreos.

Alcanzaron el paso del norte, con un horroroso ruido de fondo y bastante soliviantado debido al polvo que el viento del sur recogía de los bombardeos.

Cruzaron hacia el lado enemigo.

A todas luces, aquella acción era una locura, pero Robert, aunque heroico, no se sentía con ganas de morir ese día.

“Tengo miedo”, dijo Dark, temblando, cegado por el intenso polvo y ensordecido por el ruido aturdidor.

Robert hizo como que no lo había escuchado ni tampoco dejó que sus palabras golpearan los nervios de la tropa; era un señal de debilidad que no le permitiría a ninguno salir con vida; era necesario, por tanto, aguantar, guardar silencio y avanzar.

Con sus hombres, cargados de equipo, siguió corriendo de largo, ya de espaldas al enemigo, y se internó, como a tres kilómetros de las colinas, en una pequeña planicie en busca de la que se suponía era la base de operaciones del talibán: la ínfima aldea de Isarak, a pocos kilómetros de la ciudad de Mazar-i-Sharif.

En su cabeza rondaba fijo el ensimismamiento de que esa aldea desprotegida era el “nudo gordiano” que impedía la conquista de Afganistán. En realidad, la noticia de la existencia de aquella aldea la había traído consigo un soldado hazara que se había unido a la Alianza del Norte después de que los talibanes asesinaran a su familia y la enteraran en una fosa común junto a dos mil cuerpos más. Aquel soldado, herido, dijo que pudo escapar por los pelos de una emboscada acometida contra su regimiento -el que fue destrozado-, mientras intentaba atacar por la retaguardia a los hombres de la otra colina, los talibanes del temible comandante pastún Ghilzai, y dijo haber visto, por las vestiduras, que la gente de la aldea eran todos pastúnes terroristas “provenientes de Pakistán” que suplían de víveres y techo a los milicianos de Ghilzai.

Era una historia dramática, triste y dolorosa, como todas las que surgen en la guerra y en los medios de comunicación occidentales, digna de una primera plana que bien pudiera lograr la aceptación y consecuente convencimiento de todo un pueblo, y por qué no, de todo un gran ejercito lleno de patriotismo. En realidad nadie osaba a cuestionarla, ni nadie se había dado a la tarea de corroborarla: nunca se supo incluso si la existencia de aquel soldado y aquella emboscada habían sido reales. Lo único que se sabía era que la historia se había difundido por toda la red de comunicaciones aliada como si fuera una leyenda urbana, y no había tardado mucho para que cayera en los ingenuos oídos del sargento Sanchez-Welles y su tropa.

El plan, entonces, era simple: destruir a la “aldea repleta de terroristas”, hecho justificado por llegar a ser su “base de operaciones”, y cortar con ello las líneas del abastecimiento de los yihadistas que los acorralaban, haciéndoles retroceder en el acto, angustiados por el hambre y la sed. Luego el ejército “aliado”, marcharía directo a la captura de la ciudad de Mazar-i-Sarif, y pondría en jaque el corredor logístico y aéreo del emir mulá Omar, jefe del Comando Supremo del Emirato Islámico de Afganistán, obligándolo a que entregara la cabeza del terrorista Osama bin Laden, en primer lugar, y el gobierno, en segunda instancia. ¡Bum! ¡Era sencillo!

Un plan que no podía fallar. ¡Cómo podría, por las llagas de Cristo!

Matar a aldeanos indefensos nunca le había fallado a ningún gran general de la guerra en la sangrienta historia de la Humanidad; no le falló al “general” Gruñón cuando en Nataruk, Kenia, cerca del lago Turkana, hace diez mil años, masacró a 27 personas sin remordimiento alguno para su beneficio político, tampoco le había fallado al rey Eannatum de Lagash, en Sumeria, hace cinco mil años, cuando arrasó con la ciudad de Umma en medio de miles de gritos inocentes, no digamos el éxito rotundo que consiguió George W. Bush, hace 30 años, con su guerra de drones no tripulados en la conquista de Mesopotamia, el moderno país de Irak.

Su lógica era tan exacta como perfecta es la exactitud de las matemáticas. También, con tan fino razonamiento, henchido de ingenuidad, juventud y honor, se vio a sí mismo pasear por las calles de Springfield, Ohio, en una limusina Lincoln descapotable, con cientos de gentes recibiéndolo y agitando miles de banderitas estadounidenses y otras arrodilladas, clamando al cielo, gritando y llorando por la bendición emanada del sagrado nombre de Jesús, para luego verse rodeado por las personas que lo amaban, vecinos y amigos que ahora lo respetaban y le ofrendaban flores, agradecidos por el gran servicio que le había hecho a su gran nación, al país de la libertad, la tolerancia, la igualdad, la justicia y el amor a Dios. Veía, feliz y humilde, cómo todos le agradecían por hacer de Estados Unidos un país grande de nuevo, y al alcalde sosteniéndole la mano, lanzándose el mejor discurso que pudo haber escuchado en su vida:

“Gracias a la bravura y la valentía de hombres como Sánchez-Welles es que los estadounidenses podemos vivir y dormir tranquilos; gracias a sus acciones monumentales, nuestro glorioso Gobierno es capaz de protegernos, protegerlo a usted y a los suyos, a los que de verdad respetan la ley, de los ataques de infames terroristas. Hay que aniquilarlos a esos miembros de la religión del mal, a ellos y a sus colaboradores, sin piedad alguna, para que cesen de existir como amenazas para nuestras vidas.

“Osama bin Laden y el emir mulá Ómar son hombres tontos, débiles y además estúpidos. Son los destructores del alma de EE.UU. y de los puestos de trabajo americanos y si le dejamos destruirán la grandeza de América. Desde ahora nuestro credo será el de seguridad en casa, lo que significa vecindarios seguros, fronteras seguras y protección del terrorismo. No puede haber prosperidad sin ley ni orden."

El lejano silbido de las bombas de racimo que caían contra las posiciones del comandante Ghilzai lo despertaron del ensueño. Si no actuaba con premura, tendría a los talibanes en el trasero en apenas veinte minutos y su plan habría funcionado a medias, con el sacrificio entero de la tropa.

La aldea se ubicaba a la vuelta del cerro. Estaba compuesta en su mayoría por casuchas fabricadas con una especie de albareque y otras pocas cubiertas con tierra y cal. No parecían casas recién hechas ni los caminos recién abiertos. En verdad, no parecían una real amenaza para nadie. Pero al sargento Robert no le interesaba sino una sola cosa: puso su mirada límpida y cristalina de ojos azules, bastante franca y penetrante, además, como de águila calva, sobre el polvoriento y callado caserío; daba la impresión de que su vista se perdía en el horizonte, pensativa, con las pupilas ensanchadas, negras, como atrapadas por el terror y la oscuridad.

Cogió la radio y volvió a repetir:

“Papá Noel, se acerca la navidad. Estos son los regalos para los niños”.

“Copiado”, le contestaron lacónicamente, cortada la voz por la intermitencia

Apagó la radio y se pasó la mano por la nariz; inhaló un poco de aire. Alineó a la tropa. Algo raro estaba pasando. Cerraba y abría los ojos una y otra vez, mientras carraspeaba sin motivo. Luego dijo bien serio sin ver a los ojos de ninguno:

“En cinco minutos, tres cazabombarderos Hornet arrojarán cientos de bombas de racimo y acabarán con esta miserable aldea del mal”.

“Bien por nosotros”, dijo Dark. “Ya hemos cumplido con descubrir el lugar y notificar sus coordenadas. Hemos terminado nuestro trabajo aquí. ¡Larguémonos!”, suspiró aliviado.

“¿Y si fallan?”, dijo Robert, frío.

“No fallarán”, le contestó Dark. “Somos estadounidenses y nunca fallaremos”.

“En menos de diez minutos, tendremos a nuestras espaldas al comandante Ghilzai acabando con nuestras vidas.”

“No lo creo posible”, dijo Dark. “Creo que estará tan diezmado que ni siquiera podrá pararse sobre sí mismo”.

“Puede ser”, le respondió Robert, entornando los ojos, que ya le brillaban como el fuego, con tono molesto. “Pero ellos”, dijo, apuntando a la aldea con un dedo bastante siniestro, “ellos pueden servirle como refuerzos, y atacarnos...”.

Los soldados comenzaron a verse entre sí, el uno al otro, desconcertados. A los de la Alianza del Norte les daba igual: tenían una venganza por cobrar.

“No, señor”, dijo Dark, retrocediendo, temblando. “No lo haré. No me han hecho nada malo”, y, sin que nadie lo esperara, echó a correr.

“¡Mataron a tu pueblo, maldito cobarde!”, le gritó en silencio Robert; luego preguntó con hastío, apuntándoles con el arma: “¿Alguien más?”

Un pequeño remolino se levantó frente a sus ojos, cerca del descollado que hacía de plaza de la aldea.

“Recuerden el 9/11”, comenzó su monologó Robert. “Recuerden a los más de tres mil muertos, inocentes, y al desgarrador dolor de sus familias. Esa gente que se esconde atrás de esas paredes son los portadores del mal, los responsables de que miles de nuestros compatriotas hoy estén muertos; son esos hombres los que maltratan hasta la muerte a sus mujeres, les cortan el clítoris a sus hijas y cargan con bombas mortíferas a sus hijos, alaban a un falso profeta, escupen sobre la Biblia y odian a nuestros hermanos, así como odian a los hijos del verdadero Dios Jesucristo”.

Los soldados europeos arrugaron el rostro. No les convencía lo que Robert les decía, pero el arma les apuntaba de frente, sin que ellos tuvieran oportunidad de devolver el tiro. Aquello los enfurecía.

“Robert”, dijo uno de ellos con sorna. “Los que atacaron el World Trade Center fueron árabes sauditas; Osama bin Laden también es saudita. Esta pobre gente no nos deben nada”.

“¡Son terroristas, por Dios santo!”, gritó furioso Robert. “Ahora”, dijo moviendo el arma, “les advierto que nada de lo que ustedes me digan me hará cambiar de parecer. Para mí son terroristas, y eso es lo que cuenta, ¡punto!”.

Les ordenó que se pusieran de frente y avanzaran hacia la plaza apuntando a las casas.

“Robert”, le dijo un soldado canadiense, “no creo que esto sea correcto”.

“No me importa que sea correcto”, le contestó Robert. “Solo me importa que Estados Unidos sea seguro. Si para ello tengo que mancharme las manos de sangre, lo haré sin pensarlo dos veces y sin temor.

“¿Por qué entonces se alistaron en el ejército sino es para defender a su Patria?”, agregó con una dialectica imbatible. “Vuelvo a recordarles que los Hornets vienen en camino y pronto este lugar dejará de existir. ¿Qué tienen que perder para asegurarse de que el objetivo sea alcanzado? Nada, ciertamente”.

“No somos unos asesinos”, le contestaron. “Por cierto”, dijo uno de ellos, “me enlisté porque soy un idiota”.

Pero el vigor y la voluntad emanadas del porte duro de Robert acabó por hacerlos obedecer sus órdenes, aunque bajo amenaza y porque el ataque aéreo era inminente.

“Disparen a quemarropa, ¡qué caiga cada uno de esos malditos! ¡Qué no quede ni uno solo vivo!”

Robert fue el primero en desatar a los dioses de la muerte mientras cantaba el himno nacional y sostenía con una mano, orgullosamente, la bandera de Estados Unidos. La carnicería, brutal, en tanto los soldados de la tropa, atrapados por aquel ritual patriótico de fraternidad, envalentonados por la fragilidad de las casas ante las solventes ráfagas de Robert, se unieron en un sólo coro, emborrachados de sudor y sangre de la pobre gente, culpable o inocente.

A punta de balas las derribaban mientras de ellas salían gritos aterradores de mujeres y niños. Algunos pequeñines fueron alcanzados cuando escapaban saltando por las ventanas; unos pocos niños que jugaban al fútbol en un campo retirado quedaron a salvo porque corrieron a esconderse atrás de unas rocas al pie de una loma.

Alcanzaron a ver cómo desmembraban a tiros a una pobre mujer con su niño en brazos cuando cayeron las bombas en racimo de tres aviones Hornet. De pronto, el suelo empezó a moverse, agarrando fuego y vomitando a sus hombres por los aires. Un fuerte sonido lo aventó hacia algunos arbustos, con tan mala suerte que su espalda golpeó contra unas rocas, dejándolo inmóvil.

A la media hora de aquel estruendo, pudo escuchar la llegada de varios automóviles artillados al lugar y a cientos de hombres vestidos de negro. Vio, desde su escondida posición atrás de los arbustos, cómo un hombre barbudo y de cuerpo fornido se bajó de un carro y se hincó en medio de los hoyos de tierra. Agarró un puño de aquella arena para él ahora bendita y lloró amargamente.

“Juro por Alá que sus hijos heredarán esta tierra”.

Al decir esto, se subió al auto y arrancó en dirección al Sur.

Una tarea de búsqueda encontró a Robert al tercer día, en una misión de reconocimiento. Jamás pudieron encontrar los cuerpos de los demás oficiales de la tropa. Pero Dark había quedado vivo y lo acusó de crímenes de guerra.

A Robert lo habían hospitalizado pero se recuperó con la rápidez de la juventud; quedó cojeando feamente de una pierna y le había quedado un ojo gacho.

“Por humanidad”, la denuncia de Dark en su contra no prosperó y también fue dado de baja aunque con deshonra, por soplón. En cambio a Robert, le hicieron el papeleo con mucha diligencia y se mantuvo en secreto el resultado de su misión; lo enviaron de vuelta a casa, en el mayor de los silencios posibles.

Cuando llegó, contrario a lo que había soñado, nadie se aprestó a recibirlo, solo su madre. Un tiempo después, quiso conseguir trabajo pero le fue imposible dado el fatal desenlace de sus heridas y su deplorable estado mental: estaba incapacitado y fue rechazado de cada uno de ellos.

Para más desgracia, cuando fue rescatado de aquella aldea de Isarak, los jóvenes soldados de enfermería le habían tratado el dolor con morfina, lo que ahora se traducía en su profunda adicción a la heroína. Su vida era miserable, y hubiera acabado en suicidio de no haber sido por un foro en la Internet que lo acogió como a un héroe: el grupo de supremacía blanca “Proud Boys”, la milicia cristiana de ultraderecha, donde finalmente volvía a recobrar el brillo de antaño.

En una de las ironías más grandes de la vida, más que por su activismo político clandestino que por los crímenes de Isarak, fue incluso condecorado con la “Estrella de Plata” por el presidente y por sus “largos años de dolor y amor a Cristo y a Estados Unidos”. Enseguida el Pentágono lo condecoró con una veintena de medallas más obsequiándole estas dignas palabras:

“Tu nación y Dios te premian por ser uno de sus hombres más honorables”.

No faltó mucho tiempo para que Robert justificara con honor a estas últimas palabras, precisamente en la celebración de sus 20 años como veterano de guerra: enfurecido por las revueltas de los afroamericanos que exigían un mejor trato racial, irrumpió en una escuela pública en Santa Clarita, California, gritando:

“¡La supremacía blanca dominará al Mundo! ¡Los negros son unos animales! ¡KAGA 2020!”

Vestido con su antiguo uniforme militar, sacó su arma de asalto y disparó como en los viejos tiempos, a quemarropa y a bocajarro, contra tres niños negros.

Cuando llegó la Policía, lo esperó salir de la escuela con el fusil cargado en el hombro, caminó a su lado en tanto que hablaban con él algunas palabras y lo dejaron que se fuera tranquilamente del lugar. Su “servicio” en la guerra les había granjeado su respeto.

El tiroteo fue minimizado, y en una escueta declaración por parte de las autoridades se leían estas comprensivas palabras:

“Se trata de un ‘lobo solitario’, un hombre abatido por los problemas de la vida y que necesita urgentemente ayuda médica. Hay indicios y relatos donde se presume que no lo hizo de forma intencional sino en defensa propia, no se sabe aún. Pero el caso sigue en investigación”.


 


 


 


 


 


 


 

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