El espanto de Bucarest - Capítulos 4 y 5

Ante el éxito que hemos tenido con los relatos del escritor Valentino, la dirección del equipo de  CNI ha acordado celebrar un contrato para la publicación por entregas semanales de una de sus novelas de ciencia ficción, "El espanto de Bucarest", que se ha convertido en uno de los productos más frescos y originales de la literatura de ciencia ficción latinoamericana. En este cuarto y quinto capítulos, los personajes principales de la novela se conocen, con un encuentro sorprendente para la agente Baros, que se encuentra a Blue, pese a los celos del agente Rosa Duarte.

El espanto de Bucarest - Capítulos 4 y 5
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Aton Blue

4

El encuentro con el doctor Scott
 

–Más apuntes en el diario de Rosa Reingold hallados en el diario del doctor Scott–

«El más humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus esfuerzos puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, una regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos han dado como fruto los mejores ejemplos de poesía»,

Mary Shelley, Frankestein

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(Final de lo escrito el 3 de febrero)

¡Uf! Estoy de vuelta. Ya mi Blue quedó bien atendido y ahora duerme, después de haberle hecho compañía al señor Scott, un paisano oriundo de Illinois, que nos ha hecho pasar un susto tremendo, y que a punto estuvo de hacerme olvidar lo que viví en la tierra del maíz y el tequila (qué cliché más machacado, ja, ja… y como no soy escritora, me lo permito; sí, sí, está bien, lo hice por vanidad de artista), circunstancia que me obligó a escribir en este diario. No quería olvidar esos días, tan dulces… y tan agrios. ¡Pero lo que nos ha ocurrido aquí en Rumania, apenas instalados en el hotel, no puede sino ser descrito como asombroso, o como producto de la locura, pues no sé, ni logro entender, a ciencia cierta todavía qué pudo haber pasado! Todo apunta a que el doctor Scott Fraiser (según el pasaporte) sufrió un ataque de demencia temporal. Es un bioquímico, y Blue, que siempre tiene una explicación a la mano, me dice que tales padecimientos no son infrecuentes en personas dedicadas a largos estudios. «Échale una mirada al caso de Nietzsche», me dijo, casi cruelmente, «que quedó loco de tanto leer libros y acabó creyendo que era Jesucristo. Así que cuida de tus manías». (Ay, mi rey, cómo si no supiera que fue la sífilis lo que lo enajenó).

El caso es que ni Blue ni yo hemos podido ver nada, aunque el doctor, con los ojos perdidos, asegura que no uno, sino dos seres demoníacos han querido asesinarlo. ¡Y no cesa de repetir lo mismo! A veces no dejo de creerle, ¡pues hay una hendidura enorme en la pared de la pieza que ninguna fuerza humana podría haber perpetrado! ¡Mucho menos él, un hombre dedicado a la ciencia, que no está acostumbrado a utilizar los músculos! Dimos una husmeada al sitio y, por mucho que hayamos buscado, no pudimos dar con alguna herramienta tampoco… ¡Es un asunto extraño, inverosímil! Por desgracia, nada que no sea la información de su pasaporte hemos podido averiguar. No sabemos si tiene familiares en Bucarest, si es que anda en viaje de vacaciones o cuestiones de trabajo. De todas formas, sabremos algo de él hasta mañana. Yo, por mi lado, ya le hice los trámites de cambio de habitación esta tarde, y Blue quiso obligarlo a dormir pero fue hasta la llegada del agente Popescu, quien trajo al doctor Zamfir, que pudo caer doblegado en la nueva cama.

Bueno, es todo lo que puedo escribir por hoy; han pasado horas desde este suceso, y ya es de madrugada. Trataré de dormir… de olvidarme de todo… olvidarme de los gritos de terror del doctor Fraiser, y de los seres fantasmagóricos que lo agobian… Ah, me parece estar viviendo una aventura de las novelas de Shelley… Me aterra pensar un poquito en eso, en la posibilidad… No; sé que es pura ficción, ¿pero cuántas veces no se ha hecho la ficción, realidad? ¡Ay, desvarío! ¡Y cómo desearía estar en mi cuarto de Ciudad Satélite! Tendré que obligarme a dormir… Silencio… ¡Ah, mi Blue ronca!

Capítulo 5

El amor no entiende de matices

«El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve, nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por el que ha adquirido las facultades que nos maravillan»,

Marques de Sade, Juliette.

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Mientras Scott era atendido por el doctor, la agente Baros llegaba confiada al hotel, ignorante de lo ocurrido, mas al toparse con Popescu caminando en el lobby, enarcó las cejas de asombro.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó–: ¿Recogiste a los agentes de la Interpol ayer? Maior no me perdonaría si no lo hubieras hecho por haberte ido de fiestas con esa mujercita tuya…

Popescu cuadriculó el rostro. Baros le era despreciable, contrario a lo que ella sentía por él, un ligero sentimiento de esperanza.

–Primero que nada –afinó el tono a uno formal–: Buenos días.

Baros echó para atrás la cabeza, empuchando la boca.

–¿Los agentes? Claro, ¿qué me crees? Un tonto como tú. Voy por ellos, a dejarle unos medicamentos que solicitó el doctor Zamfir…

–¿Están hospedados en este hotel?… ¿Al doctor Zamfir? ¿De qué hablas?

–¿Qué, no me escuchaste? Allá arriba… –y señalaba el segundo piso–, están allá arriba… ¡Ah, pero qué te digo! Ya, ya… ¡Si tú estabas de franco ayer y, como siempre, no sabes nada de nada! –Pospescu se envalentonó al encontrar a una Baros boquiabierta–. Ah, y otra cosa, no vuelvas a colgarme el celular como ayer ni a meterte en los asuntos de Sonia y míos, ¿eh? Se más educada… Porque si me tomo el costo de llamarte es por algo, ¿sabes? Además, ¿qué te importa lo que hagamos mi novia y yo?

Baros reculó. «Imbécil».

–Ayer fue un mal día para todos –añadió Popescu, cerca de los escalones.

–¿Un mal día? ¿Para quiénes? ¿Para ellos o para ti?

–¡Bah! No vale la pena acalorarse contigo; eres una tonta. Y a todo esto, ¿tú en qué andas?

–A ti qué te importa.

–Cómo sea. Voy por Zamfir.

–¡Espera! –le gritó Baros cogiéndole un brazo–. Uno de los amigos del finado Emile se hospeda aquí. Yo misma lo traje, por eso vine.

–¡Vaya, pero cómo se te ocurre!… ¿Ves lo que te digo? Este hotel está lleno de locos; ayer un hombre rompió toda una habitación, precisamente la que está próxima a la de los agentes. Ya les he pedido que se marchen…

–Vaya, qué extraño. ¿Y qué llevas en la bolsa?

–Unos medicamentos que me pidió ayer el doctor Zamfir, para curar al loco… No pudimos dejar de ayudarlo.

–¿Al loco?

–Sí, mujercita, al hombre enloquecido, y americano, de remate.

A Baros la aturdió una corazonada.

–¿Americano?

–Es lo que pude averiguar de su pasaporte; responde al nombre de Scott Fraiser, un hombre joven, treinta a lo sumo, pero que el doctor Zamfir dice…

Baros se puso amarilla; la sobrecogió un súbito sobresalto.

–Llévame donde él –le dijo a Popescu, angustiada, corriendo.

Abrió la puerta de un tirón y encontró al doctor Zamfir auscultando al enfermo. Rosa y Blue estaban de pie, en la cabecera.

–Ya está mejor –les dijo el doctor–. Tuve que aplicarle ligeras dosis de Imipramine, un antidepresivo tricíclico poderoso que es muy efectivo para neutralizar los ataques iniciales de pánico.

–¿Se siente bien? –le preguntó enseguida a Scott.

–Sí, muy bien, doctor Zamfir –le contestó–. Pero ustedes han de creer que estoy loco… que todo lo que les he dicho es producto de alguna paranoia –lanzaba miradas a los costados–. Pero lo que vi es tan cierto como…

–¿Qué pasa aquí? –irrumpió Baros, ansiosa por escuchar explicaciones; vio a Scott tendido en la cama–. ¿Qué es lo que tiene, doctor Fraiser –éste alzó la cabeza–. Si ayer todo marchaba bien, lo dejé en el hotel y luego salí a recoger otra gente…

–Discúlpenos, señora… –trató de interrumpirla Blue.

–Soy la agente Cecilia Baros, de la Gendarmería –le contestó de ramplón, sin devolverle la mirada, ofendida por el título–; el doctor Fraiser está bajo mi cargo…

–Es el amigo que fue a recoger al Baneasa –terció Popescu acodándose en un armario y cayendo en la cuenta.

Blue no le apartaba la vista a la agente: lucía deliciosa. Rosa, en cambio, lo espiaba. Baros, que estaba preocupada por Scott, apenas les prestó atención.

–Venga –dijo Baros–, venga conmigo, doctor Fraiser. Lo llevaré a mi casa.

Al escuchar aquellas palabras Scott olvidó sus temores y delirios de golpe.

–Estoy bien, estoy bien –exclamó agitando los brazos–. No es para tanto… Gracias, agente Baros, por su bondad…

–De ninguna manera –insistió ésta–. Usted no pasará ningún otro día en este hotel. Vendrá conmigo. Qué pensaría de mí Emile si estuviera vivo… Doctor –dijo dirigiéndose a Zamfir–, ¿qué medicamentos hay que aplicar al paciente?

–Usted ha dicho que corre bajo su responsabilidad –acotó el doctor–: Aquí tiene, Imipramine, en dosis diarias…

–¿Hablas en serio? –la inquirió Popescu.

–Claro que hablo en serio, ¿no ves? ¿Dónde está su equipaje, doctor Fraiser?

–En el guardarropa –le contestó.

Baros sacó la maleta y la colocó en el piso.

–¿Puede caminar?

El doctor Zamfir se le acercó y la tomó por un codo; le susurró al oído:

–Déjeme decirle algo: Me parece que el hombre presenta un cuadro de ansiedad de separación, es decir, ya que se encuentra solo, fuera de su vida habitual, reaccionó con un ataque de pánico al miedo anticipado de padecer un daño o desgracia futuros (aun cuando no haya habido ningún objeto que lo provoque), acompañado de síntomas somáticos de tensión. Es lo que creo; por eso le receté el ansiolítico. Ahora bien, ya que usted asegura que se hará cargo de él, le sugiero que pasen juntos el mayor tiempo posible, para que vaya acostumbrándose a la cotidianidad rumana… No es nada grave; sucede a veces con sujetos que no están acostumbrados a viajar a menudo.

Baros asentía con la cabeza. Se dijo que no sería por mucho tiempo, ya que hacía falta un día nada más para el entierro de Emile.

–Está bien, doctor. Haré lo que usted recomiende.

Y ya salía con Scott a cuestas cuando Popescu la detuvo.

–Espera, Baros; cálmate: debes presentarte con los agentes de la Interpol.

–¿Ellos? –le respondió señalándolos con los labios, casi apenada por haberlos ignorado.

–Él es el agente Atón Blue –le dijo en una seña. Baros le extendió la mano, en forma mecánica, y lo vio a los ojos.

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Hay que ver cómo le palpitó el corazón a Baros al apretar aquella mano y topar con los ojos del bello Blue; advirtió que eran negros, azabaches, tan negros como los mechones de cabello liso que le dividían en dos ese rostro proporcionado y colmado de cejas gruesas. La mirada era profunda, elegante, tanto que, como decirlo, se desprendía de ella una especie de energía que empezaba a hormiguearle el cuerpo. Fue de menos a más. Al principio fue una sacudida, sólo una; luego, al contacto de la piel, la inclinación de cabeza y la exposición de una tenue sonrisa, la sensación se fue incrementando (en esta parte la cuestión llegaba ya a seria), a tal punto que sintió unas punzaditas en el corazón. Trató de repelerlas al principio, poniendo en orden la mente (soy una mujer de prestigio, pensó, madura y reflexiva, que no se puede dejar llevar por la atracción de un hombre al que ve por primera vez), pero fue inútil, el celo era mayor. No pudo contra el poder de esos ojos negros y brillantes, tan parecidos a los del héroe que de niña la salvaría liberándola de toda la vacuidad de su alma y que ahí mismo le revelaban un nuevo mundo, bello, bellísimo, que valía la pena disfrutar.

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¿Por qué estar sola si ya está él aquí? ¿No se lo decían esas sacudidas que le astringían el pecho? ¿Por qué entonces se sentía atraída por un hombre desconocido? ¿Desconocido? No, no, no para ella, que ahora descubría con alegría que lo conocía quizá de vidas anteriores. ¿Cómo olvidar esa mirada penetrante que cortaba la piel como el cuchillo a la mantequilla? Esa mirada la había visto antes, mucho antes, porque era suya, porque era la de su hombre, que se la había regalado en otro lugar y en otro tiempo, bajo la promesa de que, pasara lo que pasara y estuviera donde estuviera, él iría por ella, conducido por el Destino, que es inmutable… Es la mirada de mi bello, de mi otra mitad por mucho tiempo esperada. ¿Por qué tardaste tanto, querido? No, no, ya no odiaba a los hombres, ya no sentía miedo de sus ojeadas, ahora francas, suaves bajo esos parpados tan planos… Tú sabes que he nacido para hacerte feliz, mi amor, para que me hagas tuya, tu mujer, la de ayer y siempre. ¿Amor a primera vista o deseos largamente reprimidos? A Baros no le importaba lo que creyeran ustedes en tanto que sintiera ese fuego arder dentro del corazón, que le quemaba todo, licuándole y exprimiéndole, en remojos, los fluidos del cuerpo. Se sintió perturbada, y en la medianía de edad esas perturbaciones no conducen a otro lugar sino a la imaginación, al amor.

–Yo soy el agente Duarte Reingold –se presentó Rosa, apurada, estirándole también la mano–, el compañero del señor Blue.

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Blue ladeó la cara. ¿El compañero? ¿Pero si antes nos presentábamos como “pareja”?

–Creo que ya me presenté antes –dijo Baros, confundida–, y pido disculpas formales por mi entrada intempestiva.

Baros decía estas palabras evitando la presencia de Blue, pero, por más que quisiera, sus ojos siempre terminaban en los de él, y le sonría, con suavidad, con una atención que ella no creía desmedida. Por último dejó escapar un suspiro. Todos lo notaron, incluso Scott, que arrugó la frente. Rosa paraba la cara.

–Perdón –dijo Baros, abochornada–; estoy muy cansada, y luego el problema del doctor Fraiser…

–Sí; es mejor que se vaya a descansar –le dijo Rosa, sin tacto, celosa.

Popescu se lanzó una gran carcajada. Se volvieron a verlo.

–Es que me parece cómico que todos hayamos concurrido en el mismo hotel sin habernos puesto de acuerdo previamente, ¿no les parece?

–Bueno –dijo el doctor Zamfir–, yo me marcho. El paciente está bien, Popescu está alegre, los agentes despreocupados y el amor ha entrado en escena, ja, ja –rió, mientras se acomodaba los instrumentos y jugando con la actitud de Rosa, y añadió–. Es broma… ¡Si no se ríe no se puede ser feliz en la vida! Acompáñeme, Popescu.

Blue, no menos serio, trató de no seguirle el juego. Baros se despidió de los agentes y, dando la media vuelta, tropezó con el maletín de Scott, quien le alcanzó el brazo para que no cayera. Popescu volvió a reír, para sus adentros.

–¿No irás a inspeccionar la habitación que destrozó tu amigo el doctor Fraiser? Los agentes podrían asistirte –dijo Popescu con doble intención.

Baros se hallaba como atontada. El otro bajó la cabeza.

–¡Ya vendré después –repetía, saliendo a carreras por la puerta–, ya vendré después!

–Por cierto –se escuchó al doctor Zamfir decir a Popescu–, el señor Stefan me ha preguntado por usted diciéndome que le extrañaba no haberlo visto por el Laboratorio… Yo le dije que ha estado usted muy ocupado. ¿Quiere que se lo salude cuando llegue a la Corporación?

–Sí, por favor –le dijo Popescu, que ya se había despedido; marchaban juntos–. Dígale que pasaré visitándole el jueves… ¡Ah, y gracias por haberme sacado de este lío! Sé que usted ya no está para esto, doctor, pero no se me ocurrió acudir a nadie más, sino a usted…

–Pierda cuidado, Popescu.

Rosa salió de la pieza sin esperar a Blue, que de pronto sintió una indisposición en el cuerpo.

–Ha sido un placer haberlos conocido, agentes –les gritó Scott desde el final del pasillo–. ¡Y gracias, muchas gracias…!

Baros volvió sobre sus pasos y le dijo adiós con la mano a Blue, que le respondió con una sonrisa.

–¡Qué te aproveche! –le gritó Rosa a su compañero, descubriéndolo, recogidas las manos en el pecho, enfadada, perdiéndose camino al lobby.

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