El espanto de Bucarest - Capítulo III - Los singulares agentes del Interpol

Ante el éxito que hemos tenido con los relatos del escritor Valentino, la dirección del equipo de  CNI ha acordado celebrar un contrato para la publicación por entregas semanales de una de sus novelas de ciencia ficción, "El espanto de Bucarest", que se ha convertido en uno de los productos más frescos y originales de la literatura de ciencia ficción latinoamericana. En este tercer capítulo, los agentes, una vez expulsados de México, llegan a Rumania, donde son recibidos por el agente Popescu, compañero de la agente Baros. Una vez en el hotel, los agentes de la Interpol Rosa y Blue, rescatan al Dr. Fraser del ataque de unos "monstruos" indescriptibles.
El espanto de Bucarest - Capítulo III - Los singulares agentes del Interpol
popescu
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Los singulares agentes de la Interpol

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«—Masturbador, en una palabra.

—¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo, acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de un ombú, era realmente patriótico»,

–Julio Cortazar, Rayuela.

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Scott pensó que se estaba volviendo loco; movía los ojos con gran frenesí, sumamente nervioso, buscando con ellos y por instinto alguna salida en medio de los escombros y el polvo, gritando que un monstruo había querido matarlo. Manos fuertes lo aprehendieron. Los dos agentes de policía que habían entrado a la habitación lo ayudaron a incorporarse. Lo sentaron en la cama. Luego otro, corriendo, entró agitado.

–¡Popescu! –le gritaron los hombres–. ¡Consiga una ambulancia! Este señor está al borde del colapso mental… Sufre de trastornos alucinatorios... ¡Salga, vaya por un doctor!

–Pero… y todo este desorden… ¿Está demente? ¿Ha sido él el causante? ¿Qué fue lo que pasó? ¡Díganmelo!

–No sabemos, Popescu –le contestó uno de ellos–. Cuando estábamos a punto de entrar a nuestra habitación escuchamos un gran escándalo en la alcoba contigua. Salimos a averiguar, y esto es lo que hemos encontrado, a este señor tirado en el piso, enajenado…

–¿Y este gran agujero en la pared? –preguntó, asombrado, asomándose a la ventana–. ¡Qué diablos!…

–Ya estaba allí cuando derribamos la puerta. Solamente él podrá explicarnos lo sucedido… ¡Vaya por un médico, por favor!

Salió el Popescu del hotel pensando en que nada encajaba con el chocante suceso. Como buen policía de investigación se preguntaba: ¿Por qué, por qué ocurría esto justamente con la llegada de los agentes de la Interpol? ¿Qué señal le estaba enviando la vida con dicho acontecimiento? Una desfavorable, sin duda alguna, a él, que solía confesarse cada fin de semana en la iglesia protestante del lago Tei. Había que tomar precauciones de aquí en adelante, no vaya a ser que le pasara lo que a Saúl.

Y al parecer el infortunio se había ensañado con él desde la mañana, cuando, a la espera de estos agentes en las salas de Aeropuerto Internacional Otopeni, donde pataleaba de enojo, Baros le había colgado el teléfono. La maldijo, como siempre, por haberle encargado la tarea de recibirlos; ahora éstos, que no tenían ni dos horas de llegar a Rumania, ya lo estaban metiendo en problemas. ¡Los extranjeros, de cualquier tipo, siempre son mensajeros del mal por venir!  

Y ciertamente estos tipos traían mala vibra. Lo supo en el mismo momento en que los había visto caminando, jalando sus maletas, con una gran sonrisa en la cara. Su aspecto, para su sorpresa, era refinado, y vestían con cierto halo de extravagancia, casi principesca, muy lejos de la austeridad a la que él estaba acostumbrado. Pero lo que más lo había friqueado eran la cola de cabello rubio que Rosa exhibía orgullosa, la elegancia Blue, la locuacidad y los modales de estos personajes simpáticos, amables y educados en exceso, que lo cohibían  de alguna forma, mejor dicho, lo hacían sentirse vulgar.

Anton Popescu, el personaje clásico, maquiavélico, surgido de las no menos clásicas novelas capitalistas, merece un estudio aparte en esta relación transversal de los hechos, no por su brillantez como figurante (que es un asco y algo ya resabido) sino por el proceso de la formación de su mente materialista, mal encausada, llena de hedonismo, capaz de hacer vender a su propia madre por dinero; trabajaba para el SRI (servicio secreto rumano), asignado al UCIC de la Gendarmería rumana, renegando siempre del anguloso aparato de seguridad estatal. Cristiano protestante ortodoxo a ultranza, de la minoría religiosa del país, se decía fiel a su credo, aunque, como todos los que profesan abiertamente una filosofía en extremo, gustaba de probar en silencio las delicias de lo que le estaba prohibido, es decir, era un gran beatón. Lo de cristiano lo había heredado de familia, por el lado de su padre, que había muerto martirizado en el año 1985 a manos de la atea dictadura comunista, que lo consideró un enemigo peligroso por su religiosidad pequeño-burguesa, siempre sumisa a las tentaciones del capital antes que al verdadero espíritu comunitario predicado por fundadores del cristianismo primitivo. El día de su desaparición, los agentes de la policía secreta, con un sociólogo al lado, le hicieron ver su conducta equívoca, manifestándole que, si no abjuraba de su fe, tan lejana del verdadero propósito revolucionario de Jesucristo –«No creáis que vengo en son de paz, sino que traigo la espada»1, “contra los avaros capitalistas”, le había recalcado el sociólogo–, sería irremediablemente ejecutado. Le dijeron además que no se dejara engañar por los sermones del pastor de la iglesia, de aquél que nunca dejaba de clamar por la bondad hacia al prójimo, sin haberla practicado él mismo nunca en las calles, en otras palabras, sermoneaba con el único fin de pedir dinero, cuando en realidad, y lo podía comprobar si ampliaba la vista un poquito más, detrás de ese hombre mendigante había una gigantesca maquinaria financiera que, más que pedir para dar al necesitado, le arrebataba los únicos lei 2de la boca. Su padre se mantuvo inflexible y se convirtió así en mártir.

Se jactaba con orgullo Popescu de esta hazaña familiar, sin embargo, por un complejo que Freud llamaría de Edipo, él mismo paradójicamente había adoptado el cariz de los verdugos su progenitor, corregido e incluso aumentado, pues a diferencia de estos últimos, que habían matado en pos de una ideología y cesaban de hacerlo una vez que los torturados suplicaban por perdón y arrepentimiento, Popescu lo hacía por beneficio personal, y lo que es todavía mejor, su mayor placer, gustaba de desacreditar sutilmente con esta actitud a la misma policía que le daba de comer: era implacable, bestial, sin un ápice de misericordia ante el ruego desesperado de los supuestos criminales, inculpados o no. Recio y musculoso, su aspecto brutal recordaba al de Iván, el archirrival de Rocky Balboa. No hay que añadir que, gracias al sistema de valores inculcado desde su niñez, era homofóbico.

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Se había acercado a los agentes recibiéndolos de acuerdo con su bronco carácter:

–¿Blue Steward y Duarte Reingold? –Los pronunció muy forzado, alterado al parecer por el olor penetrante de los perfumes.

–Los mismos –había contestado Blue sacando sus credenciales–. ¿El coronel Viorel Maior?

–No –les había dicho, directo–. Soy el agente Anton Popescu

–Mis disculpas –le había contestado Blue elaborando al momento un perfil de la personalidad de su anfitrión–, señor Popescu –y guardando la credencial–. ¿Qué ha pasado con Maior? Creí que vendría a recibirnos.  

Popescu se mostró indiferente, como si no le importara lo que Blue dijera. Un momento después le había respondido con apatía:

–La verdad es que el comisionado le pidió a Baros que viniera por ustedes, pero ésta me relegó la tarea…

–¡Ah, ya entiendo! –dijo Blue.

Aquel que ha trabajado en puestos de control podrá entender lo que diré a continuación, ya que es allí donde uno adquiere, en forma natural y debido al tipo de faena, una especie de empatía: Popescu había percibido, con ese su olfato de perro labrador, cierta rara irradiación proveniente del interior de aquellas personas –un aura de indefinible dualidad–, que podía oler y sentir fluir en el aire emanado por estos sujetos finos, sin vislumbrar a cabalidad, no obstante, qué pudiera ser. Quizá serían sus maneras de coger la maleta, la forma graciosa de sonreír o el tono musical de su voz o esas miradas –aquí ese algo indefinible se le definía en una certeza, pero que se negaba a creer todavía– que se cruzaban el uno al otro con tanta suavidad. Decidió averiguar sobre esto más tarde y, guardando silencio, se apresuró a llevarlos al hotel. Era lo mejor que podía hacer para desembarazarse de estos raros.  

Antes habían cruzado por las tiendas de la zona libre y Rosa se sintió urgida por comprar un calmante. El viaje le había caído pesado. Pegó la vista en un anuncio de grandes letras de neón: «Youngever. Vive más, vive tus sueños». Abajo se explicaban las bondades del producto.  

–Espera, Blue –le pidió, sobándose la espalda–. Déjame comprar un relajante muscular en aquella farmacia.

Blue se negó. «No atrasemos al agente Popescu», le dijo; Rosa arrugó la cara, doliente. Popescu blanqueó los ojos: «Qué frivolidad».

–A propósito –reanudó la plática Blue acordándose de la carta de O’Toole–, ¿y la agente Cecilia Baros? ¿Es su compañera, verdad? ¿Por qué no vino? Me hubiera gustado conocerla.

Como dicen en mi pueblo, ahí fue donde la mula botó a Genaro: Popescu, al escuchar el nombre de Baros, había enrojecido y empuñado por reflejo la mano, en tanto que Rosa había dejado caer la maleta, electrizada por la forma en que fue entonada la pregunta; incluso llegó a sentir una ligera aprensión en el pecho, como cuando se intuye el peligro ante una situación desconocida. Se adelantó:

–Oye, Blue, no fastidies al agente Popescu con esas trivialidades; ya sabrá él cómo ponernos al corriente.

–¿Baros? –Popescu lo pronunció de mala gana. –Salió de franco esta mañana. La escuché decir que saldría a recoger un amigo en el Baneasa…

–¿De franco? ¡Oh, qué lástima! En verdad me hubiera gustado…

Rosa había jalado el maletín con fuerza.

–Sí. Pidió licencia de dos días para asistir al funeral de su amigo Emile Cerveni.

–¡Ah! –exclamó Rosa, cáustica–. ¡Lo siento por ella, de verdad que lo siento!

Al contrario de Rosa, que ya sentía celos de una mujer, Popescu aborrecía a la agente Baros, pues, a su entender, la veía como una amenaza, pero nunca había tenido el valor de decírselo en la cara. Cierto era que su credo religioso le exigía probidad de alma y sentimientos, pero las obras de Popescu discrepaban en la práctica de su ideal, y no por poseer una conciencia enteramente malévola, sino por la ambición que los nuevos tiempos de competitividad y desarrollo surgidos del colapso comunista le exigían. Su niñez fue dura en extremo, lúgubre y reprimida, entre largas colas a la despensa estatal y los malditos racionamientos de gas habitacional, avivada, sin embargo, por la esperanza de la llegada un futuro mejor, más humano, a lo estadounidense, preferiblemente, al que veía estupefacto y a escondidas por los canales de cable internacional. Muy en contra de los deseos de su padre, que esperaba alcanzar la gloria en los cielos, Popescu quería ganársela a toda costa en esta vida. Si Maquiavelo fue el ideólogo del temprano capitalismo, Popescu sería el ideólogo de su fase intermedia.

Esta actitud, para él racionalísima, pronto le reportó buenos resultados. Como ya hemos dicho, habiendo visto de pequeño los privilegios de pertenecer a los cazadores de antaño, se había enrolado en los aparatos de seguridad secreto rumanos, transferido luego a la GUCIC (Unidad de Investigacion Criminal de la Gendarmería), en donde pronto se encontró escarbando en el mundo corrupto del crimen organizado, en todas sus formas, desde la falsificación de documentos, prostitución, trasiego de químicos, hasta la venta de narcóticos ilegales. Su ambición lo había vuelto eficiente, y pronto cundió en la ciudad la figura de un Popescu cazador exitoso; sobre todo, sonado fue aquel caso suyo que llevó a la desaparición de Alexandru Dendiu, «el Químico», magnate y proveedor de anfetaminas y esteroides para atletas olímpicos. Popescu se hallaba entonces cerca de la gloria, pero ya dentro del infierno. Esta “captura” (en realidad, fue un desaparecimiento a orillas de un lago) lo había obligado a relacionarse con otro mafioso no menos famoso e influyente, «Estigia», el hombre incorpóreo, número uno después de esta desaparición en la Mafia Roja –un grupo criminal formado por viejos rusos venidos del Bloque soviético–, a quien nadie le había visto el rostro, y su «padrino» de allí adelante en la carrera por el ascenso en el engranaje de seguridad nacional, en donde desempeñaría un papel clave para la mafia. Era, pues, famoso como detective y prosecutor del mal e hipócrita a partida doble. «Estigia», por otra parte, le había enseñado de manera misteriosa y sin límites los goces efímeros del vicio, el poder de subyugar a las mujeres apetecibles y voluptuosas y a conducir autos de último modelo. Le había inoculado el veneno de sentir necesidad por la materia, difícil de aprehender sin dinero, que él no tenía, pero sí su invisible amigo. Sintió la urgente necesidad de venderse.

Esta asociación encubierta y jamás pronunciada no podía siquiera callar la conciencia del Popescu devoto, no; al contrario, se la intensificaba. Pero cada mal tiene su cura, y Popescu contaba con los bálsamos del pastor de iglesias de Ilfov, Florin Faina, hombre verdaderamente santo que tenía la virtud de hacer converger palabra y acción al forjar cada una de sus obras. Cualquiera que se parara enfrente a escuchar sus sermones lo hubiera juzgado de ser un sujeto impertérrito, casi severo, pero en realidad, al bajar del púlpito, aquella sonrisa de bondad obligaba a quitarse el sombrero y cederle el puesto. Aunque la Iglesia era rica en ornamentos y tesorería, el pastor Faina vivía como pobre, sin lujos ni acomodos. «Si Cristo dormía encima de piedras, ¿quién soy yo para dormir en una cama?», parecía decir con su humilde actitud. Quizá por este último defecto jamás ninguno de sus hijos espirituales le tomaba el consejo en serio la primera vez que acudían a él. «¿Por qué habría de hacerle caso a un perdedor en la vida?», dijo un penitente hacía ya mucho tiempo, cuando salía de la iglesia escupiendo sobre la tierra. «Tengo problemas de dinero, y este pastorcito cree que con amar al prójimo va a solucionármelos», y empuñando la mano: «¡Un consejo de fracasado! No, no está bien venir a escuchar a Faina. ¡Pobreza es lo único que promete! De acatar sus consejos, jamás nadie, sí, nadie, llegará a ser alguien en la vida. ¡Mejor me voy a escuchar al Papa!». El pastor se había dado cuenta de esas palabras de un hijo suyo, y lloró, mas no dijo nada, «por amor». Pasados unos meses, ese mismo penitente, atribulado por duros reveses de la vida (los que le enseñaron con gran dolor que los que más golpean no son los económicos precisamente), volvía a pedirle dadivas a los pies del púlpito, afligido y desesperado, pidiendo perdón por su insensatez y clamando por guía y misericordia. Y él, el ministro necio, como un ángel divino, lo recibía con los brazos abiertos y el rostro radiante, revelándole en toda su dimensión la magnanimidad de su alma: que era grande, monumental, gloriosa y envuelta en un halo de increíble humildad y santidad. Estaba claro que Dios lo había dotado con una naturaleza y conciencia repletas de perdón y amor, pujantes y fuertes a la vez, que lo hacía brotar entre la multitud de hombres como un gigante invencible en lo moral, cualidad que le regalaba sin reparos una salud de roble resistente a todos los males y maldiciones.

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Popescu jamás dejaría de poner a prueba su invencibilidad, y no era raro que se escucharan conversaciones tan ambiguas como éstas los sábados por la noche:

–Bendígame, pastor Faina.

–El Señor esté contigo, hijo mío, y te bendiga.

–Pastor: he pecado contra Dios y contra los hombres.

Faina se imbuía entonces en un largo silencio. Lo amonestaba con estas palabras:

–Si te arrepientes de corazón, hijo mío, Dios te perdonará, y hará de tu piedra de tropiezo una joya digna de admiración y ejemplo.

Al otro lado del púlpito, Popescu solía lamentarse lagrimeando. Balbuceaba:

–Sí, pastor Faina, me arrepiento de corazón; el Señor es testigo.

Luego una elipsis de tiempo.

–¿Te arrepientes de verdad, hijo mío?

–¡Sí, sí, sí, pastor Faina, me arrepiento, me arrepiento! ¡Dios tenga piedad de mí!

El pastor habría bajado del púlpito y dejado descubierto su cara condolida y severa, sólo para encontrar al otro llorando y abandonado sobre las reglillas del banco.

–No vuelvas a hacerlo entonces, Popescu. Ya sabes discernir entre el bien y el mal. Cuídate de que Dios no vea a un embustero en tu persona. No contravengas sus leyes. Sé congruente tú, tu conciencia y tus obras, y verás como esos miedos que te persiguen jamás volverán a agobiarte. Vete, pensando sobre todo que no es Dios quien debe perdonarte, sino tú mismo, esa divinidad interior que reside ti y que proviene de Él, esa misma que sabe que has hecho mal y que no será feliz hasta que remedies lo malhecho. Vete en paz, Popescu, Dios te ha perdonado.

Nada más fácil para aliviar las penas de un hipócrita como decirle que Dios lo ha perdonado con tan sólo la única condición de declarar que es un pecador arrepentido. Así nuestro amigo Popescu salía, cada fin de semana, de la iglesia con el alma más limpia y aliviada que nunca, bendecido por Dios y alabado por sí mismo, acallando en el fondo esa vocecita interna que clamaba por redención, y listo para volver a pecar una vez más. Ya habría tiempo para arrepentirse de veras. Era joven, frisando los treinta, y los amigos adinerados, como Patricius, el de los inmobiliarios, le salían al paso por doquier. ¿Qué le podría pasar a alguien tan guapo, temido e inteligente? Nada, absolutamente nada. Y con tanto poder y juventud se sentía el único de ser libre en el mundo, el único con facultad de gozar y dar órdenes, el único de crear leyes y romperlas, el único elegido para recibir respeto.

  –Ojalá tenga el gusto de conocer a Baros mañana –había acabado diciendo Blue ante la clara descomposición emocional de Rosa y el martirio hedónico de Popescu.

La destestaba, y lo que un tramoyista no puede aguantar en la vida es que no haya otra gente como él mismo. No lo toleran. Y Baros, con esa su personalidad sincera, era la bestia negra que le impedía a Popescu ser dueño y señor absoluto de las circunstancias, porque de alguna forma le hacía remorder la conciencia. La odiaba de veras. Además, escudriñaba mucho, preguntaba cuando no debía y se daba el lujo de tener un ego más grande que el de él. Y eso en la mente de Popescu era una falta imperdonable. Incluso habían empezado a asignarle casos importantes y ahora hasta la dejaban relacionarse con agentes de policía internacional. ¿Qué se creía la tipa esta? ¿La mujer maravilla? ¿Margaret Tatcher? ¿Rigoberta Menchú? Sí, sentía grandes recelos. Esta mujer podría acabar con su vida paradisíaca, su mayor terror. En el caso de Dendiu se comportó como una estrella de Hollywood, opacándolo y hablando todo el tiempo a los reporteros del Adevarul. Era tiempo ya de bajarle las rayas. Y rápido. A Baros le habían encomendado el caso de la muerte del «Mulo», al que encontraron asesinado ayer, junto al doctor Rahova cerca del aeropuerto Baneasa. Baros ignoraba todavía quién era el «Mulo», Calin Dinga, el segundo de «Estigia». Y no se lo voy a decir tampoco. ¡Voy a dejar que pendejee!

Pero como en todas las organizaciones ocultas, Popescu estaba informado a medias y no sabía a ciencia cierta qué tipo de móviles existían entre la muerte del «Mulo» y Rahova. ¿Por qué matarían al «Mulo», alguien con tanto poder en la mafia? ¿Y quién habrá tenido los cojones de mandar a hacerlo? ¿Lo habría mandado a asesinar el mismo «Estigia» tal vez inducido por los rumores de alguna traición? El mundo de la mafia es así, violento y absurdo. Pero no le daría ninguna a pista a Baros, aun cuando lo averiguaría en una visita al «Estigia». La dejaría creyendo en la historia narrada por los testigos del crimen, ¡ah, qué fabulas más tontas!, y ya vería como al pasar el tiempo Baros encajonaría el caso, como lo ha hecho con los cinco casos anteriores. Sí, mi querida Baros, tendrás que engavetarlo como a los demás. ¿Cómo podrías decirle a la opinión pública que un monstruo ha sido el responsable de estas muertes? Ja, ja. Venirse a creer lo que dice el “Evenimentul” sobre la existencia de un hombre sobrenatural, el «Baraul del Baneasa» lo han apodado, de musculatura y fuerza extraordinarias, que, armado con garras, los había atacado a zarpazos, matándolos de golpe, escapando a grandes saltos por el bosque. Por supuesto, nadie en su sano juicio creería tan estúpida historia, contada además por un fletero analfabeto y su hijo mocoso.

Vacilante, desinformado, Popescu deducía que la mano del «Estigia» estaba presente en los crímenes. Claro que no habían ocurrido tal como lo cuenta la gente, claro que no. De eso estaba seguro; de lo que había husmeado en los archivos de Baros, algunos nombres le eran muy conocidos. Uno de ellos era el de Eugen Oprea, profesor de la Universidad de Bucarest y dirigente político, a quien conoció en un curso de medicina forense. Y ahora que hacía memoria, sí, me parece estar viéndolo allí mismo, lo había visto entrevistándose con el «Estigia» en una fiesta de recaudación de fondos promovida por el PMRU, el partido otrora anti-judío, para la campaña política que llevaría al financiero Stefan David a ocupar un escaño en el Senat. Aquella ocasión, más que una reunión pactada había sido un encuentro forzado y preparado por su «padrino», su amo.

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–Nuestra amada Rumania, profesor, clama desde el polvo por el regreso de su gloria pasada –había escuchado la voz metálica, con acento profético, del «Estigia» provenir desde la penumbra del salón–. Y usted, sí, usted, profesor Oprea, ha sido elegido por ella para devolvérsela. ¡Conquistaremos las cumbres más altas, Oprea, las más altas! Nuestros jóvenes deben ser los mejores del mundo, los más fuertes, los más inteligentes, y conquistarlo, y usted sabe cómo lograrlo. Estudió genética en América y desarrolló productos bioquímicos que han hecho de sus hombres los mejores. Convenga que ahora nos toca a nosotros recibir su conocimiento y aplicarlo para el bienestar de nuestra nación por tanto tiempo oprimida y lastimada. Estoy dispuesto a proporcionarle el equipo necesario, el que usted me pida. Puede incluso empezar su trabajo mañana mismo. Nada le hará falta conmigo, profesor Oprea, pues yo seré su mecenas. Trabaje para mí, para nuestro grupo. ¡Vea, aquí está Dinga, a quien pongo a su disposición!

–Es usted muy amable, señor…

–Aurelian –lo había atajado el «Estigia»–. Llámeme Aurelian…

–Es usted muy amable, señor Aurelian –le dijo Oprea, sorprendido por el discuro filosofico del «Estigia»–. Sin embargo, las circunstancias en que hemos concurrido, para nada agradables, me lo impiden.

–No tema, Oprea –le contestó–, si es que desconfía de mí. Le aseguro que mis exigencias son más que nada patrióticas, y no busco ningún beneficio para mí.

–No dudo de sus buenas intenciones, señor Aurelian –carraspeó el profesor–, pero ciertas cuestiones de orden ético me obligan a rechazar su ofrecimiento. Lo siento: no puedo trabajar para usted.

–¿Aun cuando sabe que mis propósitos van encaminados al engrandecimiento de Rumania? No es por mí que le propongo estas cosas, sino por nuestra querida patria.

–Como sea –dijo Oprea con aplomo–. No deseo convertirme en un nazi.

–¿Se niega usted tajantemente, profesor Eugen Oprea? –«Estigia» había lanzado la pregunta en un tono suave pero amenazante que parecía resoplarle en las narices–. Le pido, por favor, que piense en Rumania, en sus glorias pasadas y en las que están por venir bajo su mano. ¡Nuestros jóvenes tienen un potencial grandísimo! ¡Todos pueden llegar a ser como Nadia3! No anteponga sus intereses personales a los de nuestra gran nación…

–Yo le he dado a mi patria la vida entera, señor Aurelian –había respondido, enfadado, con las órbitas salientes–. No necesito que nadie, mucho menos un desconocido, me lo recuerde de mala gana. ¿No ve que vivo pobremente aun cuando pude haberme hecho rico, como usted, en América? Se equivoca usted conmigo, señor. Y con su permiso, debo salir de aquí.

«Estigia» había apagado totalmente la habitación una vez salido el profesor y dicho entre dientes:

–¡Bah! ¡Es usted un gran idiota!

El hombre había firmado su sentencia de muerte, que él mismo Popescu se había empeñado en ejecutar. Meses después, hacía humos la vida de Oprea, pero luego, en una locura homicida, otras mentes igual a las del profesor aparecerían desgarradas en diferentes puntos de la ciudad, hasta llegar a la última, la del biólogo molecular Ion Rahova. Ya en las posteriores no le había sido regado maíz a Popescu, y estaba libre de culpa. No obstante, por lo primero, se decía que con la muerte del «Mulo» en escena, la conexión entre el Estigia y los científicos era evidente. Los peritos forenses, sin embargo, estaban desconcertados por el patrón empleado en los asesinatos. En todas ellas, una ¿garra? acerada los había partido por la mitad.

Por ello Popescu estaba convencido de que el «Estigia» había ordenado la consumación de estos asesinatos, pues concluía que, como Oprea, los demás científicos se habrían opuesto a trabajar con él. La entrevista, el «Estigia», el hecho de que los asesinados habían sido todos hombres de ciencia (algunos hasta dirigentes políticos), el mismo modo de ejecución y la historia sobrenatural entorno a los casos, le revelaban palpablemente que sus supuestos eran indudables. Entonces reía para sí mismo y se decía que con su silencio hacía un gran favor al amo. La paga, por tanto, sería excelente. Y Baros no tenía derecho a entrometerse en su vida, mucho menos a malograrla. Hablaría con «Estigia» para sacársela de la cabeza para siempre. El asunto era sencillo.

Y hoy por la mañana, en camino, no podía ser más feliz. En un momento dado temió que con la llegada de los agentes de la Interpol los planes se le desbaratarían, mas al darse cuenta que le habían enviado un par de afeminados para resolver los casos, no podía menos que echarse una gran carcajada. ¡Ah, qué estúpidos! ¡Un par de maricas contra el «Estigia», el mafioso más temible de Europa! ¡Era para reírse!

–¿En qué hotel nos hospedaremos, agente Popescu? –le había preguntado Rosa, ya cansada de andar por el aeropuerto.

Ido como estaba en sus pensamientos, éste no respondió; un instante después, le había contestado impasiblemente:

–En el Hanuc lui Manul.

Y ahora que conducía en el auto, Popescu estaba desconcertado con lo del doctor Scott, pues no le encontraba una explicación racional. Ya desentrañaría el caso, se dijo, y lo que urge ahora es conseguirle un medico al americano. ¡Qué fastidio! Y todo por la llegada de esos agentes. Pero, ¿por qué? Si habíamos llegado tranquilos al hotel y despedido a las puertas de la habitación y ni siquiera había andado los diez metros cuando el berrinche me puso en alertas. El gran boquete es el que me tiene pensativo, la brutalidad con que fue perforado. No sé… ¡Ah, siento una conexión en el cerebro señalándome que ese agujero me resulta familiar! ¡Qué, qué es! No; el americano está loco, y en su enajenación le dio por destrozarlo todo. Así tiene que ser. Pero estos americanos traen mala vibra; cuidado, eh, cuidado.

El espanto de Bucarest - Capítulo III - Los singulares agentes del Interpol
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